15 de agosto de 2009

Nostalgias del campo argentino (II) - El escenario

José Trepat

Hace algunas semanas publiqué la primera de lo que pretende ser una serie de notas basadas en mis recuerdos de la infancia vivida en el campo argentino. Tal vez en los vericuetos de la mente se extravíen los datos sobre lo acontecido en épocas mucho más recientes, pero las imágenes y sensaciones de aquellos años permanecen inalterables.


Debe ser por la intensidad o la abulia con que se viven determinadas situaciones, pero lo cierto es que aquella experiencia, ya tan lejana en el tiempo, me ha dejado marcado, y desde esos lugares vastos y remotos, nació mi admiración y respeto por la naturaleza y sus prodigios.

El habitante de ciudad puede haber visto películas y leído acerca de los espacios abiertos, expuestos de manera admirable por las técnicas de la imagen y las sabias descripciones elaboradas por plumas ilustres, pero poder recordar esas vivencias personales y en directo, es algo irreemplazable. Compartirlas también es un gusto, aunque las palabras tal vez no logren reflejarlas en toda su magnitud.

En la serie de notas aspiro a poder relatar hechos o situaciones de la vida diaria en el campo –o como era en aquella época- pero antes de entrar en sucesos pormenorizados, me parece conveniente intentar describir el escenario natural en el que transcurrían.

¿Cuál es la sensación primera que se tiene al aposentarse en una casa de campo, o chacra, una de las miles que salpican el inmenso territorio del fértil campo argentino?

La sensación es de libertad total, sin nada que se interponga entre la vista y la línea del horizonte en esa tierra plana sin estribaciones ni sierras ni montañas que es la zona rural de la provincia de Buenos Aires, escenario de esta retrospectiva. Pensar que esa parte del mapa argentino es casi tan grande como toda España, da una idea cabal de lo que estamos hablando.

Y lo que es importante: cada centímetro cuadrado es tierra fértil, igual que lo son las provincias de La Pampa, Santa Fé, Córdoba y otras, de ahí lo de “granero del mundo” como se conocía al país en el siglo pasado.

Pero volvamos al escenario, en lo que se refiere a la naturaleza, que unas veces premia el trabajo del hombre pero otras también lo castiga, cuando desata su furia incontenible en forma de vientos huracanados y pasa de sequías prolongadas a lluvias torrenciales. Todos esos elementos hacen que el hombre se sienta una marioneta que se mueve según los caprichos de la Madre Naturaleza.

La sequía.

En una visita de hace un tiempo a la ciudad francesa de Lourdes, el autocar devoraba kilómetros por la cuidada autopista que bordeaba campos de cultivo de extensiones considerables en los que el verde era el color predominante. Me llamó la atención la gran cantidad de enormes aparejos que consistían en caños perforados unidos en sus extremos a gigantescas ruedas.

Por las perforaciones salía una lluvia de agua en todas direcciones que iba regando los sembrados a medida que el aparejo se desplazaba tirado por sendos tractores. El riego estaba asegurado y la cosecha iba a ser seguramente óptima. El agricultor tranquilo, para él, la sequía era cosa del pasado.

Algo muy diferente ocurría en el campo argentino, dónde sólo las lluvias adecuadas, en cantidad y tiempo, marcarían la diferencia entre obtener un beneficio o quedar arruinado. Normalmente el proceso llegaba a buen término dado la fertilidad del suelo y lo benigno de las condiciones climáticas.

Pero cuando pasaba un tiempo sin lluvias el campesino veía con desesperación como las mustias plantas, tras haber absorbido sus raíces hasta la última gota de humedad, morían indefectiblemente dejando un panorama de desolación. Agua no le faltaba, pues las napas subterráneas son inagotables, pero por supuesto carecía de medios para imitar a sus colegas franceses de estos días. O llovía o nada. La cosecha dependía de ese fenómeno de la naturaleza.

Los animales tenían la subsistencia asegurada gracias al agua que extraían los molinos de viento que llenaban los tanques australianos, esos que se construyen con chapas acanaladas, y que por medio de cañerías subterráneas iba a los distintos bebederos.

Las lluvias

El otro extremo eran las lluvias muchas veces torrenciales y prolongadas. Si la tierra recibe más agua de la que necesita, los campos se inundan y los sembrados terminan pudriéndose. Todo debe darse en su medida y cuando los límites se exceden la zozobra hace presa del hombre de campo.


Ver llover estando a buen resguardo era un verdadero espectáculo. Era mejor quedarse en la casa o el rancho ya que cuando las lluvias eran excesivas, los caminos de tierra se hacen intransitables y sólo el noble caballo puede avanzar en ellos.

Pero a mi primo y a mí, cosas de la edad, nos causaba un gran placer salir al campo en días de lluvia. Protegidos por un trozo de lona impermeable chapoteábamos en el suelo mojado con el agua cubriéndonos los tobillos, mientras escuchábamos el croar de miles de ranas que habían salido de su letargo y disfrutaban a pleno pulmón la bendita lluvia.

Cuando las lluvias eran acompañadas de fuerte viento, más de una vez nos encontramos con nidos caídos con pichones de pájaros que iban a morir indefectiblemente. Qué hacíamos? Los llevábamos a la casa y los metíamos en el horno templado y la puerta abierta para que se secaran. Luego una vez la lluvia hubo cesado, volvíamos a dejarlos en el lugar de dónde los habíamos recogido. Ahora dudo de que alguno se haya salvado, pero la acción de buen samaritano estaba cumplida.

Si la lluvia había sido normal en cantidad, a la mañana siguiente veíamos el resultado: como por arte de magia, las plantas ayer mustias, hoy estaban erguidas y con un verde intenso tras haber recuperado sus fuerzas. Ese era el milagro de la lluvia; el hombre, un simple espectador.

Las tormentas eléctricas

Quisiera poder reflejar en palabras lo que era aquello, pero dudo que lo consiga. La gente de campo, sin haberlo estudiado en ningún libro, sabía perfectamente lo que iba a ocurrir con antelación de varias horas. Así que cuando mi tío Francisco anunciaba tormenta y nos hacía poner todo a buen recaudo, no había duda de que ésta iba a llegar, aunque en ese momento estuviese despejado y casi sin nubes.

Era infalible. A las pocas horas el horizonte iba cubriéndose con una línea irregular de un color gris que iba oscureciéndose y aumentaba de grosor a medida que se aproximaba. Ningún edificio ni obstáculo se interponía entre nuestra vista y esa impresionante masa de nubes ya casi negras que poco a poco se colocaba sobre nosotros tapando complemente el sol y transformando el día en noche sin estrellas.

En pocos minutos iba a comenzar uno de los espectáculos más terroríficos que he podido presenciar en forma directa, y esas imágenes me han quedado grabadas para siempre. Era una tormenta eléctrica y por lo tanto nadie podía salir de la casa, el único lugar protegido con un pararrayos.

Sobre nuestras cabezas teníamos una bóveda que a esa hora (cuatro de la tarde) debía ser celeste, pero era completamente negra, como de noche cerrada, sin luna. No se escuchaba a ningún animal, como si todos estuviésemos conteniendo el aliento por lo que vendría.

Todo comenzó con un ronroneo sordo y lejano, como si alguien estuviese arrastrando muebles en el piso de arriba. Pero a ese tímido preámbulo siguió un trueno aterrador como si el mundo se hubiese partido en dos mitades. Valga la exageración para reflejar el miedo visceral que siempre recuerdo tan vividamente. Jamás había escuchado un ruido semejante.

Después del trueno se ofreció a mis ojos entrecerrados otro espectáculo dantesco. Duró un par de segundos, pero bastaron para ver el pavoroso rayo que cortó el cielo en dos, tocando los dos extremos del horizonte casi sobre nuestras cabezas. Ya no recuerdo lo que sentí pero seguramente estaba aterrorizado. Al rayo le siguió, como suele ocurrir, el consabido trueno, tan fuerte como el anterior y así continuó no sé cuánto tiempo más.

Finalmente el festival de rayos y truenos cesó, dando paso a una lluvia torrencial que las nubes traían vaya a saber de dónde. La función había sido completa. Yo, muerto de miedo pero mi tío feliz, porque se había salvado la cosecha. Nuevamente, la decisión había sido de la naturaleza.

La noche



El cielo, como fuente de vida y de destrucción, se nos muestra en las noches de campo, en otra de sus muchas facetas. A diferencia de las grandes urbes, la atmósfera rural es increíblemente diáfana y ofrece a la vista algo fascinante: la Vía Láctea en todo su esplendor. Muy pocos habitantes de ciudad tienen siquiera una idea de la sensación que se siente al levantar la vista y ver un cielo negro tachonado de millones de estrellas.

En el medio del firmamento, la aglomeración masiva de astros produce un resplandor más intenso formando esa especie de alfombra blanca que es la Vía Láctea.

Parece increíble que noche tras noche de cielo sin nubes, pueda verse con tanta nitidez esa imagen de nuestro universo.

Después de la cena solíamos sentarnos en sillones reclinados para “saludar” a Las Tres Marías, a la Gallina y sus pollitos, y otras formaciones que identificábamos con nombres inventados. De haber sabido algo de astronomía, seguramente las constelaciones no hubiesen tenido misterio en cuanto a su ubicación.

En esa contemplación diaria, casi rutinaria, se “escuchaba” el ruido del silencio, tal era la quietud y paz que se respiraba, alterada de tanto en tanto por el ladrido de un perro a un kilómetro de distancia. De acuerdo a ciertas condiciones del tiempo, algunas noches nos acompañaba un coro de grillos y las luces siempre en movimiento de las luciérnagas.

Así eran las noches. Un silencio absoluto que se alteraría con el infaltable canto del gallo anunciando un nuevo día.
*

1 comentario:

martagbp dijo...

Muy buena pintura!! Cómo nos gustaba escapar de la lluvia por la galería de la casa en el campo de mi abuelo Julio en Santos Unzúe, en auqellos veranos inolvidables!!