josé trepat
Para mí, un huevo frito, o algo que al nombrarlo, mi mente transforme en una imagen de algo conocido, tangible y que mantenga su forma y gusto tradicional. Pero aclaro que no tengo nada en contra del glutamato monosódico, ni sé lo que es ni que gusto tiene. Pura ignorancia tal vez.
Desde un enorme respeto hacia los grandes innovadores de la cocina tradicional, la mayoría españoles, que han ganado fama, prestigio internacional y mucho dinero, la disyuntiva se reduce a algo muy simple: cuestión de gustos. Me decanto por la receta que utilice los productos de la tierra que tengan la mínima manipulación estructural o “molecular”.
Mientras tecleo, me viene a le mente que, ya sea como invitado o por razones de trabajo, he tenido la ocasión de concurrir a restaurantes “caros” con un menú sofisticado en el que el tamaño de la ración es directamente proporcional al precio, pero a la inversa. Es decir: menos comida, mayor costo.
Los “gourmets” de parabienes, pero al comparar esas “delicatessen” con, por ejemplo, los canelones a la bechamel que preparaba mi madre, o un típico asado en Argentina, que va despidiendo su inconfundible aroma mientras la grasa va cayendo gota o gota sobre las brasas de quebracho, ya puede suponerse hacia dónde van mis preferencias.
Desconozco si algún aditivo químico producto de una meticulosa investigación, puede superar al aroma y sabor –para seguir con los ejemplos- de una fabada asturiana o una paella con productos de mar y generosa en azafrán.
Claro está que para arribar a una conclusión objetiva habría que degustar el producto final elaborado de las dos maneras. Pero eso sólo es posible para un selecto y reducido número de comensales: los que pueden permitirse pagar más de 300 euros por una de esas cenas elitistas. La inmensa mayoría de los habitantes del planeta tiene otras prioridades.
Sin pretender ir más allá de la trascendencia que esto tiene para la industria gastronómica, algunos hemos seguido con curiosidad la polémica desatada por la llamada “guerra de los fogones” entre los nombres de élite de la cocina española.
Hasta ahora, Ferrán Adriá, el cocinero catalán considerado el mejor del mundo, y otros colegas también de reconocido prestigio, desarrollaban su actividad de innovación culinaria sin nubes en el horizonte, hasta que de pronto, otro cocinero catalán de renombre, Santiago Santamaría, lanzó la bomba: acusó a sus colegas de cocinar cosas “que ni ellos mismos comerían”. Y fue más allá al calificarlos de “cocineros mediáticos” que trabajan “por la puta pela (dinero)”.
La reacción de los representantes de la alta cocina no se hizo esperar y la polémica sigue abierta. Miembros de Euro-Toques, asociación que agrupa a más de 3.500 cocineros de 18 países (unos 800 españoles) acusaron a Santamaría de haber sembrado la desconfianza al referirse a la utilización de productos de “dudosa salubridad”, y de contribuir a crear “alarma social”.
No es para tanto. Ferrán Adriá y sus colegas emplean aditivos que "cumplen no sólo con la legislación española, sino con la europea”, según fuentes del Ministerio de Sanidad, pero no se trata aquí de cuestionar sus procedimientos, que por otra parte les han deparado numerosos premios internacionales. Es simplemente, como se dijo más arriba, cuestión de gustos.
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