21 de noviembre de 2009

PERSONAJES - Robert Cox

José Trepat

En periodismo, es agradable leer un artículo bien escrito, con estilo florido y académico, con acertados adjetivos dosificados convenientemente y cuidando que los signos ortográficos estén ubicados en su lugar exacto. Esta es la aspiración normal de quien se sienta frente a un teclado.

Pero hay otro periodismo en el que lo primordial es informar y formar, no importa las circunstancias y aun cuando ello implique riesgos, algunos tan importantes como el de perder la propia vida. Los dos periodismos pueden muy bien ser compatibles, pero a través de la historia de los medios gráficos, vemos que algunos “escribas” eligen uno de esos caminos.

Ejercer un periodismo comprometido en los terribles años de la dictadura militar argentina en la década de 1970 era algo reservado a HOMBRES, con mayúscula, y con sus atributos masculinos bien ubicados en su lugar, sobre todo cuando lo hacían a cara descubierta, con sus nombres y apellidos, expuestos las 24 horas del día a represalias trágicas contra ellos y sus familias.

Las mujeres periodistas de ninguna manera están excluidas del concepto del párrafo precedente, pero es que esta nota está centrada en uno de esos paradigmas del coraje que se requiere para desarrollar esta profesión sin medir las consecuencias.

Trabajaba yo entonces como traductor-redactor en la agencia británica Reuters, que tenía sus oficinas en un edificio de la céntrica avenida Corrientes, en Buenos Aires, en el que coincidentemente habían instalado también sus corresponsalías varios enviados de los principales diarios del mundo, críticos todos ellos del régimen dictatorial instalado por el teniente general Jorge Rafael Videla, tras derrocar a la presidenta María Estela Martínez de Perón.

Desde las oficinas del cuarto piso se veían aparcados siempre dos o más de los ominosos Ford Falcon ocupados por individuos que –por lo menos los que yo veía- coincidían en una descripción: rostro cetrino, bigote y mirada torva.

Los Ford Falcon, con sus matrículas sucias, raspadas y casi ilegibles, eran los coches utilizados en la llamada represión sucia para secuestrar, hacer desaparecer, o matar a los enemigos de los militares en el poder. La entrada y salida de los corresponsales era vigilada desde esos vehículos.

La atmósfera que se vivía en las redacciones era tensa. ¿Quién te aseguraba que entre tus compañeros o conocidos no hubiese alguno vinculado con los mayores enemigos del gobierno: los grupos guerrilleros Montoneros o ERP? El arresto de un sospechoso por parte de las autoridades significaba que si en su agenda telefónica figuraba tu número, podrías pasar a engrosar la lista de desaparecidos. Así de simple.

Volvamos al tema central de la nota y al personaje en cuestión.

En la redacción de Reuters veíamos desfilar constantemente a corresponsales de distintas nacionalidades que venían a dar o recabar alguna información o dato; esto es algo normal entre periodistas.

Con mi recordado amigo Enrique Alesón comentábamos siempre algo sobre cada uno de ellos. Un día apareció un periodista de mediana edad, rostro alargado, nariz prominente y despeinado. ¿Y éste quién es?, nos preguntamos. Así, un día tras otro lo veíamos llegar e irse, hombros caídos y semblante serio, casi triste.

Nos causaba un poco de gracia su aspecto. Finalmente, en algún momento nos enteramos de quien era: un tal Robert Cox, el director del diario Buenos Aires Herald, que se publica en idioma inglés.

Comenzamos a observar de manera diferente a aquel hombre de aspecto retraído y siempre respetuoso. El Herald, que Cox dirigía desde 1968, era uno de los muy pocos (apenas dos o tres) diarios de Argentina que se atrevía a publicar noticias sobre la desaparición de personas, haciéndose eco de las denuncias de familiares.


Más claro: bajo su dirección el Buenos Aires Herald fue el primer medio en publicar abierta y sistemáticamente que el gobierno militar estaba secuestrando personas ilegalmente y haciéndolas desaparecer.

Los grandes diarios sabían lo que ocurría pero lo callaban. Publicaban lo que los poderosos le permitían, o sea, nada de desaparecidos. El mundo se enteraba de lo que estaba pasando en Argentina a través de los corresponsales de prensa y del Buenos Aires Herald dirigido por Robert Cox, a pesar de las constantes amenazas contra él y su familia.

Cox, que llegó a Argentina en 1959 y sus cinco hijos nacieron allí, hizo caso omiso de las amenazas y ejerció el periodismo como lo entendía: el deber de informar más allá de los riesgos personales.

Para los militares era un verdadero problema. ¿Un inglés plantándoles cara en el propio “nido de avispas” que era entonces Buenos Aires? Finalmente fue detenido por la policía y alojado en celdas desde las que escuchaban los gritos de los torturados, según relata en una entrevista.
“Como yo, afortunadamente, era muy conocido, en especial entre los diplomáticos de los países democráticos, hubo una fuerte reacción. Y eso llevó a que me dejaran en libertad bajo fianza”, explicó.

Sí, tuvo la suerte de ser conocido y por ello la presión diplomática, que le permitió seguir en su lucha por la defensa de los Derechos Humanos, pero cuántos prefirieron el anonimato y algunos hasta la obsecuencia con el poder?

Robert J. Cox salvó su vida y la de su familia cuando en 1979 decidió que salieran del país después que a uno de sus hijos le entregaron una carta en la que se detallaban los movimientos diarios del grupo familiar. Ya había soportado demasiada presión y había dejado sentado el ejemplo a seguir.

“El periodismo se aprende trabajando y no en la universidad. Si alguien va a dedicarse a esto es preferible que estudie historia”, según la visión que tiene de su profesión.
Cox recibió varios premios internacionales por su lucha contra la violación de los Derechos Humanos y en 2001 fue designado presidente la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP).

¿Cómo surgió esta nota? Leí hace pocos días que ha sido declarado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, una distinción reservada para pocos pero que Cox se merece ampliamente a pesar de haber nacido en la lejana Londres.

Se me hace que el mayor premio para este hombre, hoy septuagenario, debe ser el orgullo de sus hijos y la cantidad de vidas humanas que tal vez haya salvado con su ejemplar manera de ejercer el periodismo.


*

No hay comentarios: