5 de noviembre de 2012

El viejo



Allí estaba. Todos los días a la misma hora en el mismo lugar. Las piernas parecían conocer el camino de memoria y las pisadas eran un calco de la jornada anterior como siguiendo las huellas que sus gastados zapatos habían dejado antes de que el viento y la lluvia las hubiesen hecho desaparecer como desaparecían las hojas de su calendario. El banco de madera lo esperaba vacío y húmedo todavía por el rocío de la noche que el sol iba a secar a poco de asomarse por el horizonte. 

La ciudad comenzaba a despertar y pronto se llenaría de ruidos y voces, precedidos por los trinos de los pájaros que revoloteaban incansables en las copas de los frondosos árboles. Era el comienzo del verano. El hombre cargaba sobre sus hombros casi 80 años de historia y de historias, cuya ilación correcta se le hacía cada vez más difícil por aquello de que vaya uno a saber cuantos miles de neuronas se le morían cada día. 

Apoyó el bastón en el banco y se acomodó la gorra de visera sobre los ojos para evitar la luz directa del sol que tenía justo enfrente cuando comenzaba a despuntar. Había adquirido el hábito de dormir pocas horas; las que creía necesitar, ni una más. Pensaba que quedarse despierto en la cama era la manera más directa de caer en una inercia que se había hecho el propósito de combatir. Sus piernas eran todavía bastante fuertes como para permitirle la libertad de movimiento, algo que estimaba vital en esta etapa de su vida. Por eso la rutina diaria de ir a su cita diaria con el banco de la plaza después de un café con leche en el que le gustaba mojar trozos de pan duro. Eso sí; cuando salía no olvidaba nunca llevarse un libro, ese compañero fiel pero inanimado, aunque él no lo consideraba así. El libro le permitía viajar con la imaginación y tejer una maraña de recuerdos que lo transportaban en el tiempo. 

 Sentado en el banco y después de cambiar algunas palabra de saludo con viejos conocidos que habían salido a pasear al perro o simplemente a estirar las piernas, abría el libro, sacaba una lupa del bolsillo como complemento de las gafas y, aprovechando la luz natural, mucho mejor que la de las bombillas eléctricas, iba pasando páginas, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Le gustaba todo tipo de lectura, pero ahora se había inclinado por biografías de algún personaje de su tiempo, como manera de introducirse en el relato y sentir que en cierta forma participaba de hechos contemporáneos que se desarrollaron en distintas etapas de su vida. 

 Disfrutaba de esa libertad hasta que su vista comenzaba a dar muestras de cansancio. Cerraba entonces el libro, marcaba la página con la ramita que había recogido el día anterior, y colocaba el mentón sobre sus rugosas manos que descansaban en la empuñadura del bastón apoyado en el suelo. Su mente comenzaba a divagar por lo que había leído. Con tan poco, a su manera era casi feliz.
J.T.
*


2 comentarios:

martagbp dijo...

Muy lindo relato!!

jose trepat dijo...

Gracias Marta. Saludos a todos, incluyendo a Sir Robert.