Año: 1862
Páginas: 700
Título original: No Name
Traducción: Gema Moral
Muy bueno
Si se han leído otras novelas de Wilkie Collins, como por ejemplo, La piedra lunar y La dama de blanco, sabemos ya cual es el estilo de este escritor inglés contemporáneo de Charles Dickens. Sus textos son prolijos y meticulosos, "floridos y grandilocuentes", un reflejo seguramente de como se hablaba en esa época.
Dejando de lado el estilo, que puede gustar o aburrir (me pareció algo tedioso al ir llegando a la parte final del libro), la novela está muy bien elaborada. Collins la divide en ocho escenas ubicadas en un escenario diferente cada una, como si fuera una obra de teatro. Entre cada escena se publican intercambios epistolares entre los personajes, que ayudan a seguir mejor el desarrollo de la trama. A estos intercambios, el autor los llama Entreactos.
Indudablemente, estamos ante un notable escritor, muy cuidadoso de sus textos, que llegan a nosotros en una traducción muy cuidada. Queda la sensación de que la traductora Gema Moral está muy compenetrada del estilo de Wilkie Collins. Para los admiradores de esa forma de escribir, creo que la lectura de esta novela será un verdadero placer. Otros la considerarán "anticuada" pero es lógico dado que el libro fue escrito hace 150 años. Es interesante el argumento, la denuncia social, el desarrollo, y también son interesantes muchos de sus personajes, algunos estereotipados hasta el exceso.
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Sinopsis
Otra portada |
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Primeros párrafos
Las manecillas del reloj del vestíbulo señalaban las seis y media de la mañana. El lugar era una casa solariega en West Somersetshire llamada Combe-Raven. El día era el cuatro de marzo; el año, el mil ochocientos cuarenta y seis.
Ningún sonido, salvo el tictac regular del reloj y el pesado ronquido de un gran perro, echado en una estera junto a la puerta del comedor, perturbaba la misteriosa quietud matinal del vestíbulo y la escalinata.¿Quienes eran los durmientes ocultos en la zonas superiores? Dejemos que la casa desvele sus propios secretos y que, uno a uno, a medida que abandonen sus lechos para bajar las escaleras, los durmientes se descubran a sí mismos.
Cuando el reloj señalaba las siete menos cuarto, el perro despertó y se sacudió. Tras aguardar en vano al lacayo, que acostumbraba dejarlo salir, el animal deambuló, nervioso, por la planta baja de una puerta cerrada a otra y, regresando a su estera, apeló a la familia dormida con un aullido largo y melancólico.
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El autor
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