14 de septiembre de 2014

Dos historias, una vocación (reedición)

Imperdonable omisión: con una familia "abarrotada" de maestras (esposa, hija, primas, etc.), "su" día en Argentina, el 11 de septiembre, transcurrió sin una mención en el blog. En un intento por subsanar este traspié, reedito una nota que mantiene plenamente su vigencia.


josé trepat

La maestra rural

Son las seis de la mañana y el sol apenas deja entrever un halo de luminosidad en la línea del horizonte. La negrura de la noche poco a poco va disipándose y de un momento a otro el canto del gallo anunciará el nuevo día.

Los dos niños, de doce y diez años, se han vestido apresuradamente para enfrentar la fría mañana invernal aunque sus pies calzados con simples alpargatas de lona quedan desprotegidos al chapotear en el barro que ha dejado una noche de lluvia. Ya están acostumbrados. Parecen inmunes al agua y a la escarcha.

Acompañados por el grupo de perros sin raza, grandes y pequeños, que los esperan alborozados moviendo frenéticamente sus colas, los dos niños saben lo que tienen que hacer, ya que forma parte de la rutina diaria mientras dure el período lectivo en el campo argentino de los años 50.

Pasan a través de las alambradas de púa eligiendo el camino más corto hasta el lugar del campo abierto dónde se encuentran los caballos que deberán arrear hasta el corral y colocar en uno de ellos todos los arneses y elementos para atarlo al sulky, ese irreemplazable medio de transporte en caminos embarrados de huellas profundas, imposibles para un vehículo automotor.


Ese día por suerte la lluvia había cesado, y por lo tanto no era necesario que los pasajeros se cubrieran con una lona impermeable, sino sólo con una manta para abrigar de alguna manera las piernas. Tampoco hubiera sido posible utilizar el único automóvil que había en la chacra, un Chevrolet modelo 28 que debía ponerse en marcha con la manivela o manija en la parte delantera del motor.

Aparte del camino intransitable, los pasajeros del sulky no estaban en condiciones de conducirlo. Los dos niños eran muy jóvenes, y el tercer ocupante tenía 18 años y no sabía conducir; era la única maestra de la escuela número 14, distante diez kilómetros, y los niños –su hermano y su primo- sus alumnos.

Casi coincidiendo con la salida del sol, el sulky emprendía la marcha arrastrado por el trote del noble caballo. El niño de doce años llevaba las riendas y el de diez era el encargado de bajar, abrir la tranquera y volverla a cerrar, operación que se repetía ocho veces en el trayecto que atravesaba campos vecinos, con el permiso de sus propietarios, para acortar camino.

La maestra cargaba con todos los elementos de las tareas preparadas para los casi 20 alumnos que la aguardaban en la puerta de la escuelita, ya que eran quien la abría y quien la cerraba una vez finalizado el turno, el único del día.

El alumnado era de lo más variopinto. Cada uno iba vestido como podía y llevaba lo que podía; si le faltaba algo la maestra trataba de proporcionárselo. Su tarea era ímproba ya que cubría todos los grados del ciclo primario. Podríamos decir que la enseñanza era “personalizada”. Pero más que eso, era la única posible. Las edades de los alumnos eran tan disímiles que hasta debía lidiar con los efluvios adolescentes de uno de su edad, perdidamente enamorado de “la señorita”.

Identifiquemos a los personajes

Isabel, mi prima, fue mi primera maestra en el tiempo que estuve viviendo en la casa de mis tíos y recuerdo que con su hermano y conmigo era igual de rigurosa que con el resto de los alumnos; no había privilegios. El regreso a casa era por el mismo camino, incluyendo las ocho tranqueras.

Una vez en nuestro destino, mi primo y yo debíamos desensillar y liberar al caballo hasta el día siguiente. Aquí terminaba nuestro trabajo, pero el de la maestra le ocupaba toda la tarde y parte de la noche, corrigiendo y preparando la tarea para la mañana siguiente. Recuerdo su excelente caligrafía, conseguida sin duda después de miles de hojas escritas.

Sesenta años después, la escuela 14 todavía existe, pero está ampliada, tiene más de una maestra y los alumnos llegan en bicicleta, motos y coches por caminos asfaltados o de tierra consolidada. Cosas del progreso. Para las maestras rurales de entonces todo era muy distinto. Quiero creer que la vocación sigue siendo la misma.

La maestra urbana

La oportunidad de ejercer le llegó bastante después de haber obtenido su título de docente.

El escenario es Buenos Aires y sus suburbios, y la acción se desarrolla unos veinte años después de la época en la que transcurrieron los hechos narrados en la primera parte de estas historias paralelas. Otro tiempo, otro lugar.

La protagonista de este relato encontró la ocasión de llevar a la práctica su aprendizaje en un momento de su vida que tal vez no sea el ideal para hacerse cargo de 30 niños, educarlos y comenzar a moldearlos como personas. Ya estaba casada, con hijos y otros por venir.

Había que hacer malabarismos con el tiempo para cumplir con sus obligaciones de ama de casa, ser madre de sus propios hijos y casi “madre” también de sus alumnos, pues su tarea iba más allá de enseñarles a leer y escribir.

La protagonista había abandonado su empleo de oficinista para dedicarse de lleno a su verdadera vocación, pero el desafío no era fácil. Su labor docente no finalizaba con la campanada del fin de la jornada de clase. Se llevaba a casa todo lo que habían hecho sus pequeños alumnos para corregirlo escrupulosamente, robándole horas al sueño, una vez finalizadas sus tareas hogareñas.

Sin ser psicóloga, procuraba entender y solucionar problemas que “sus” niños de primer grado, traían de hogares a veces desavenidos, a veces carentes de elementos primarios, y a veces carentes de lo que un niño o niña debe recibir de sus padres: amor, comprensión y paciencia.. mucha paciencia.

Mientras tanto, sus propios hijos requerían la debida atención, y cuando los dos primeros se transformaron luego en cuatro, el pandemonio puede ser mayúsculo para una madre-maestra dispuesta a desempeñar esas dos funciones hasta el límite de su capacidad.

Cargar con un niño en brazos, llevar a otro de la mano y la bolsa de la compra en la otra, era una escena repetida para el personaje de este relato.

Claro que en las escuelas había ya sicopedagogas que se encargaban de los problemas de adaptabilidad de los casos más problemáticos, pero antes de que interviniera la profesional, la maestra ya había hecho todo lo posible para entender el problema, hablar con los padres y buscar una solución.

También encontraba el tiempo para preparar el discurso que le tocaba pronunciar en un acto alusivo a alguna efeméride.

A todo esto, los hijos crecían, tenían nuevas necesidades y requerían su atención, ya sea a la hora de las comidas, el cuidado de la ropa, el control de su enseñanza y las visitas al médico a veces en horas intempestivas por algún problema de salud, algo normal en esas edades.

Pero cualquiera hubiese sido el problema, a la mañana siguiente sus alumnos la encontraban en su puesto, con el guardapolvo blanco siempre limpio y planchado, dispuesta a una nueva jornada que podría ser pacífica o desquiciada, eso no se sabía. Los trabajos habían sido corregidos y todos recibían el trato personalizado pues cada uno era diferente al resto.

La retribución por todo ese esfuerzo más allá del deber no era monetaria, pero sí tenía un valor mucho mayor, cuando recibía la gratitud de los padres y de los propios alumnos/as, con una frase repetida: "Gracias 'señorita' por todo lo que hizo por mí".

La protagonista de este historia se llama Beatriz, y esto no es más que un modesto homenaje a quienes entienden la docencia como algo que va más allá de un diploma universitario.
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