El implacable sol del mediodía extiende sus lenguas de fuego sobre el camino que lleva hasta una diminuta y humilde población enclavada entre las quebradas del sureste boliviano. Un estrecho y escabroso camino de tierra a unos 2.000 metros de altitud conecta la ciudad de Vallegrande con La Higuera, de la que pocos sabían de su existencia hace 40 años.
En la actualidad, como entonces, la población carece de agua potable, electricidad, y menos que menos, de transporte público. Para acceder a este remoto paraje, donde parece que el tiempo se ha detenido, es necesario contratar los servicios de un taxi, que insumirá poco menos de tres horas para cubrir los 60 kilómetros que la separan de Vallegrande, ciudad que también cobró notoriedad a raíz de los acontecimientos que se produjeron hace cuatro décadas.
Un periodista tras la noticia
Por esos caminos polvorientos y bajo un sol abrasador, avanzaba presuroso Christopher Roper en octubre de 1967, en cumplimiento de una misión encomendada y sin saber que iba a toparse de pronto con la que iba a ser la noticia de su vida: ser el primero en confirmar un suceso que iba a conmocionar al mundo: el mítico guerrillero argentino y uno de los íconos de la revolución cubana, Ernesto Che Guevara, había sido capturado! Es lo máximo a lo que puede aspirar un corresponsal de prensa: tener una primicia mundial, y esta era una de las gordas!
Roper había recalado en Buenos Aires poco tiempo antes enviado por la agencia de noticias Reuter, desde Londres, su sede mundial. Las oficinas de Reuter en Buenos Aires funcionaban entonces como central latinoamericana de la agencia, o sea, que todas las informaciones originadas en el continente eran enviadas y procesadas en la capital argentina, para ser transmitidas inmediatamente a Londres y desde allí, al resto del mundo.
Yo había ingresado a Reuters en 1964 como teletipista y al momento de producirse los acontecimientos motivo de esta nota desarrollaba la misma función; me convertí entonces en testigo y en minúscula parte activa del proceso a través del cual el mundo supo que en una mísera y desconocida población boliviana, los sueños del Che habían llegado a su fin.
Christopher Roper, un veinteañero periodista inglés formado en la escuela de Reuter había sido enviado a Buenos Aires como parte de su entrenamiento profesional, y sin duda se hallaba muy a gusto en Argentina disfrutando de lo que a muchos otros colegas ingleses parecía fascinarles: los suculentos asados regados con buen vino argentino.
A ellos les resultaba todo muy barato por el tipo de cambio. Para Roper iba a ser un período de capacitación cómodo y tranquilo. La prensa mundial seguía sin mucho despliegue el desarrollo de la campaña emprendida por Guevara en la impenetrable e inhóspita selva boliviana, en marcado contraste con la comodidad y el poder de que disfrutaba como Ministro de Industria de Cuba, tras el triunfo de la revolución liderada por Fidel Castró que expulsó al dictador Fulgencio Batista.
La foto que creó una leyenda
El carisma del Che había recibido un formidable impulso gracias a la difusión y “merchandising” de la que se convirtió en una de las fotos más famosas de la historia; la que obtuvo Alberto Korda en 1960 durante una celebración en La Habana. El fotógrafo cubano tomó la instantánea desde un plano inferior cuando el Che se asomó a la baranda del palco para observar a la multitud.
Esa aureola en torno a su figura había convertido a Guevara en foco de interés para los periodistas que intentaron seguir su trayectoria desde que abandonó Cuba en 1965 y emprendió lo que pretendía ser una gesta emancipadora latinoamericana comenzando en Bolivia, dónde confiaba en captar el apoyo del empobrecido campesinado del país del altiplano.
Los directivos de Reuter en Buenos Aires creyeron oportuno enviar a un corresponsal para que se internara en la zona de la selva donde creían que podría hallarse el Che y sus hombres. La elección recayó en Christopher Roper, que debió renunciar a las comodidades de Buenos Aires para cumplir con la misión asignada.
El periodista enviaba por radio sus notas rutinarias con entrevistas a campesinos, descripción de lugares y poco más, hasta que comenzaron a circular rumores de que el famoso Che Guevara estaría operando no muy lejos, en la Quebrada de Churo, en la selva de Ñancahuazú, al sudeste de Bolivia. Según pudo establecerse más adelante, el Che había llegado a La Paz disfrazado de hombre mayor con la identidad falsa de Adolfo Mena Gonzalez, supuesto funcionario peruano de la OEA (Organización de Estados Americanos).
Luego se trasladó a Ñancahuazú, donde sus contactos habían adquirido una hacienda para establecer allí el cuartel general del ejército boliviano que pretendían formar. El 8 de octubre de 1967, Roper fue informado desde Buenos Aires que en la quebrada del Churo se había producido en enfrentamiento con la captura de un jefe guerrillero, quién estaba prisionero en una escuela de la población de La Higuera. Esa fue la última batalla del Che; herido, andrajoso, con su arma rota y su perenne asma, cayó en manos del ejército boliviano. Su destino estaba sellado.
La noticia que conmovió al mundo
Roper, sin saber la identidad del prisionero, se dirigió presuroso hacia La Higuera en compañía de un periodista colega, pero recién al día siguiente informarían al mundo que el jefe guerrillero capturado y luego asesinado, era el mítico Che Guevara. La información llegó por radio en inglés. Se envió a Londres y al mismo tiempo se tradujo al castellano para los diarios que recibían el servicio en español.
El texto pasó a manos del teletipista –en este caso el que suscribe- cuyo tecleo nervioso iba perforando la cinta que contenía la primicia mundial: El Che había muerto!! La noticia se extendió como un reguero de pólvora a todas las redacciones del mundo.
Un ejército de periodistas invadió la otrora monótona y apacible selva boliviana, y así con el trabajo de unos y otros se fue uniendo el rompecabezas de cómo habían sido las últimas horas de vida del famoso guerrillero, y de cómo sus restos fueron manipulados después de muerto.
El ejército boliviano informó oficialmente en un primer momento que Guevara había muerto durante un enfrentamiento con las fuerzas regulares del país ese 8 de octubre, pero uniendo las piezas de la información pudo establecerse que había sido capturado con vida y asesinado el día siguiente en la escuela de La Higuera, por orden directa del entonces presidente René Barrientos.
Félix Rodríguez, un agente boliviano de la CIA presente en La Higuera, fue quien recibió la orden inapelable de René Barrientos, y la persona que comunicó al Che Guevara que iba a morir. El ejecutor de la orden fue el sargento Mario Terán. Según relató el mismo Terán años después, las palabras del prisionero instantes antes de exhalar su último aliento bajo una ráfaga de ametralladora, fueron –según transcriben las crónicas periodísticas: "Apunte bien y dispare. Va usted a matar a un hombre".
El cadáver del Che fue trasladado luego a la ciudad de Vallegrande dónde fue exhibido públicamente en una pequeña lavandería. Su rostro barbado, cabello largo e hirsuto y sus ojos abiertos fue comparado por muchos con las imágenes de Jesús en la cruz, y Vallegrande se convirtió en una especie de santuario para los campesinos de esa región de Bolivia, a quienes el Che aspiraba a liberar y que finalmente lo delataron, posibilitando su captura.
Al publicarse la foto de su cuerpo exánime, con el torso desnudo, sobre una plancha de piedra, parecía que sus verdugos querían exhibir al mundo el trofeo de su victoria, pero no hicieron más que convertir los despojos del Comandante Guevara en lo que precisamente no querían: el nacimiento de una leyenda. Los militares bolivianos procedieron luego a cortar las manos para proceder a su identificación sin lugar a dudas.
El gobierno argentino, encabezado entonces por el dictador Juan Carlos Onganía, facilitó rapidamente el envío de las fichas dactiloscópicas del guerrillero argentino. Ya no había dudas: las huellas digitales de la persona asesinada el 9 de octubre de 1967 por el sargento Terán, eran de Ernesto Guevara de la Serna.
Su cadáver permaneció oculto hasta que los restos fueron hallados en 1997 enterrados a un costado de la pista de aterrizaje de Vallegrande, y enviados a Cuba. En la actualidad, la vida en La Higuera transcurre sin prisa. La calma se ve alterada sólo cuando llega algún vehículo con turistas, que se topan con un inmenso busto de Ernesto Che Guevara en la plaza del poblado.
El guía local sale de su modorra y pregunta a los visitantes si desean visitar la “escuelita” convertida en Museo Comunal, el único atractivo de la población. Allí puede verse la silla en la que estaba sentado en el momento de su asesinato. O, por lo menos, esto es lo que se cuenta. Este hecho ocurrido hace 40 años se ha contado con la mayor fidelidad que permite la memoria, y no se trata de mucho más que eso, relatar un suceso importante en la vida de un periodista –aunque haya sido tan sólo como testigo-.
En ese momento solo aspiraba a dar un paso adelante: convertirme en traductor, redactor y, con suerte, en periodista. Como teletipista había sido apenas un eslabón minúsculo de la noticia. Mi trabajo estaba cumplido.
Las fotos
La imagen que ilustra esta nota fue obtenida en 1963 por el fotógrafo francés Rene Burri, quien cuenta así los entretelones de la toma: “Guevara nos recibió en su despacho del Ministerio de Industria ; pude moverme con total libertad en el despacho y registrar cada uno de los gestos nerviosos del Che, su manera de fumar, sus silencios. Era el comienzo de la revolución y yo sentía que él estaba ansioso por entrar en acción otra vez.”
Las otras dos fotografías que alimentaron la leyenda de Guevara son la de su cuerpo exhibido a la prensa un día después de su muerte –en especial su rostro- obra del fotógrafo boliviano de la agencia UPI, Freddy Alborta, quién la vendió por 75 dólares y luego recorrió el mundo, y la instantánea de 1960 durante una celebración en La Habana, tomada por el recientemente fallecido Alberto Korda.
Freddy Alborta murió en Bolivia en 2005. La fotografía es eso: apenas un instante que puede pasar al olvido o quedar grabado en la inmortalidad.
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