Los carteles de “Se vende” y “Se alquila” proliferan por doquier en las grandes urbes españolas, algo impensable hace apenas seis años, cuando encontrar un piso decoroso a un precio razonable era como buscar una aguja en un pajar.
Esta nota, que tiene una marcada connotación personal –como la mayoría de las publicadas en este blog- intenta reflejar los cambios en el proceso de adaptación de la oleada de inmigrantes atraídos por “el milagro español”, impulsado por una sólida economía que ubicó al país en el octavo lugar mundial.
Y no era para menos. Los inmigrantes llegaban masivamente procedentes de países de pobreza endémica unos o castigados por debacles financieras y políticas otros. Llegar a España en busca de trabajo y bienestar era un lujo que no todos se podían permitir. No había nada de malo en ello; las corrientes inmigratorias forman parte de la historia de la humanidad.
Los inmigrantes latinoamericanos tenían la ventaja del idioma, a diferencia de los que provenían de Europa del este o de África, cuya meta era en la mayoría de los casos recalar en las tareas agrícolas o de otra índole, rechazadas por los españoles que sentían haber alcanzado un grado “superior” en la escala social.
Los procedentes de América latina, muchos de ascendencia española, llegaban para emplearse como camareros, asistentes de ancianos y otros trabajos en los que podían comunicarse sin dificultad con sus empleadores. Quienes venían con algún título profesional o universitario encontraron facilidades para ubicarse en el engranaje social de mediano y alto nivel. A muchos de ellos les ha ido muy bien y seguramente no están arrepentidos de su decisión.
La llegada
Cuando llegué a España en 2002 junto con mi hijo mayor fue a modo de avanzada exploratoria para comprobar sobre el terreno si las posibilidades que se nos ofrecían aquí eran mejores. Se había revertido un proceso: hace casi 60 años mis padres emigraron hacia Argentina en busca de lo mismo.
Como sucede casi siempre, los comienzos no son fáciles, y en nuestro caso esa regla no escrita se cumplió, aunque las dificultades iniciales estuvieron matizadas con hechos que ahora, seis años después, se recuerdan con alguna sonrisa.
Apenas salimos del aeropuerto abordamos un taxi, pero no un coche normal sino una especie de furgoneta en la que pudiéramos meter las seis voluminosas maletas que llevábamos. Teníamos reserva en una pensión, pero recién para el día siguiente, así que le pedimos al chofer que nos llevara a un hotel de medio pelo para pasar la noche.
El hombre nos dijo que lo teníamos complicado pues en esos días Barcelona era sede de varias convenciones y los hoteles tenían colmada su capacidad. Entonces, para nuestro asombro, hizo por lo menos diez llamadas con su teléfono móvil hasta dar con un hotel que tenía habitación disponible. Tamaña atención del chofer nos sorprendió gratamente.
Pasamos la noche y a la mañana siguiente debíamos instalarnos en la pensión que distaba unas seis o siete calles de nuestro hotel. No vimos ningún taxi-furgoneta así que emprendimos el recorrido a pie, por etapas. Poco a poco llegamos a la pensión, un tercer piso de un viejo edificio con una enorme puerta de madera, como muchas de las que todavía existen en Barcelona. Esa sería nuestra residencia hasta que encontráramos un apartamento para alquilar.
Comenzamos a deambular por Inmobiliarias pero lo que vimos nos decepcionó: pisos pequeños, pocos, vetustos, sin luz y caros, sobre todo caros; no era lo que estábamos dispuestos a pagar por esa porquería. Mientras tanto, en la pensión habíamos instalado la CPU del ordenador que habíamos traído, junto con un monitor y una impresora que compramos a precios que nos parecieron casi regalados. El propósito era que mi hijo Pablo, ingeniero, pudiese enviar su curriculum a ofrecimientos de trabajo.
¿Y si probamos fuera de Barcelona?
A los pocos días dimos por fracasada la búsqueda de vivienda en Barcelona y decidimos buscar en alguna localidad cercana. Pero cual? No teníamos idea, así que fuimos a la estación de ferrocarril y allí buscamos nombres en un radio de unos 30 kilómetros.
El de letras más grandes era Mataró, y hacia allí nos dirigimos.
Mataró, una ciudad de 120.000 habitantes fundada a orillas del Mediterráneo por los romanos hace 2.000 años con el nombre de Iluro, nos causó una buena impresión cuando, al bajar del tren comprobamos que su ubicación geográfica era la que yo había tenido siempre como el ideal soñado: de un lado el mar, y enfrente, las montañas. “La vida entera es una búsqueda constante del mejor camino para alcanzar un resultado”, dijo alguien.
Ahora había que buscar vivienda, y eso no fue fácil. En las inmobiliarias sólo había carteles de venta, ninguno de alquiler. Pero cuando pensábamos ya que nuestra excursión había fracasado, nos topamos con una inmobiliaria pequeña y apartada del centro, dónde nos dijeron que tenían UN piso para alquilar. Fuimos a verlo, nos gustó y nos instalamos, no sin antes cumplir con todos los requisitos: seis meses de depósito porque no teníamos ningún aval, dos meses de alquiler adelantado y alguna cosa más.
Con el tiempo, llegó al resto de la familia, en tandas, y finalmente cada uno buscó su propio lugar de residencia.
La “burbuja”
España vivía un auge inmobiliario sin precedentes, como lo demostraban centenares de torres de construcción de edificios que se veían por doquier. Los precios, eso sí, estaban por las nubes, terriblemente altos para lo que estábamos acostumbrados. Pero los bancos ofrecían dinero en hipoteca con muchas facilidades, aunque quién los tomaba sabía que para alcanzar el título de propiedad debía esperar treinta años, o más.
Sin embargo, eran muchos los jóvenes que firmaban una hipoteca. La construcción casi no daba abasto para satisfacer la demanda. Otro aspecto que nos sorprendió era el consumo desmedido de los españoles. En los contenedores de residuos se encontraba todo tipo de muebles, electrodomésticos, bicicletas y muchos otros objetos que eran descartados para sustituirlos por otros más modernos a precios muy asequibles.
Muchos inmigrantes de escasos recursos, ya sea procedentes de Europa del este, Africa o América latina, podían instalarse recogiendo lo que otros despreciaban, incluyendo también ordenadores y aparatos de televisión –una imagen del primer mundo, propia de un país en el que aparentemente había dinero para consumir a destajo. Algunos sin embargo advertían que lo que se conocía como “burbuja inmobiliaria” en algún momento les estallaría en la cara, como efectivamente ocurrió a mediados del año 2008.
Civismo y lo contrario
En la vida cotidiana quedamos sorprendidos al ver como los automóviles se detenían en las líneas blancas de las esquinas, llamadas aquí pasos de cebra, cuando algún transeúnte se disponía a cruzar la calzada. El peatón tenía prioridad absoluta y eso se respetaba escrupulosamente.
Un gran número de perros paseaban sujetos a las correas de sus dueños que también, con pocas excepciones, recogían meticulosamente las deposiciones caninas y las depositaban en contenedores instalados al efecto. Pero no todo era idílico.
Los adolescentes de familias pudientes, los nuevos ricos de la España moderna, daban la impresión –no todos, claro está- de que sus padres se habían preocupado más por darse una buena vida y lucir sus nuevos coches que por inculcar a sus hijos normas de convivencia y buenos modales. No podía creer que por ejemplo, en modernos trenes se apoyasen las suelas en los asientos opuestos ensuciando el tapizado sin que nadie dijera nada. Era eso normal? Aparentemente sí.
Otro aspecto negativo de parte de la juventud es el llamado “botellón” que consiste en una gran afluencia de adolescentes a un sitio determinado y allí pasar toda la noche consumiendo alcohol y alguna otra cosa sin duda. La inmundicia que dejan debe ser retirada al día siguiente por los servicios de limpieza. En mi opinión es una diversión absolutamente idiota que lo único que les deja es una resaca durante un par de días.
¿Cuál es el beneficio que obtienen del “botellón”? Ellos sabrán.
Quien lleva ya algunos años viviendo en este país se ha acostumbrado a un orden relativamente bien establecido, pero claro, siempre se quiere algo más, es propio del ser humano. Pero no hay que perder la objetividad y poner en la balanza todos los pro y contra. Los inmigrantes que llegaron ilusionados y ahora piensan en regresar a sus países de origen ante la falta de trabajo, se hallan ante una difícil disyuntiva que cada uno debe resolver según cual sea su situación.
En España ha estallado la burbuja inmobiliaria y el país está sumido también en la crisis financiera mundial que se originó a mediados de 2008 en Estados Unidos. El índice de desempleo sube mes a mes y los pronósticos son agoreros, por lo menos para todo este año y parte del próximo. ¿Pero se puede pensar que si los países ricos o del “primer mundo” están en crisis, el resto escapará indemne a la misma?
La falta de trabajo ha hecho que muchos españoles repitan lo que sus antepasados hicieron hace varias décadas: emigrar en busca de un mejor empleo o de un empleo simplemente. Ya no se ven más los carteles de “Se necesita camarero” que antes dejaban para los sudamericanos. Todo esto es consecuencia del freno de la construcción, un resorte vital de la economía. Los bancos dejaron de conceder créditos que no saben si van a poder cobrar.
El gobierno evitó durante mucho tiempo pronunciar la palabra “crisis” pero finalmente tuvo que hacerlo y al mismo tiempo anunció un respaldo financiero para las empresas constructoras a fin de evitar la paralización total de la economía.
Este es el panorama actual según nuestra opinión. España tiene problemas. Otros países están mejor, pero muchos otros están peor. ¿Cuál es cual? ¿Hacemos una encuesta?
Esta nota, que tiene una marcada connotación personal –como la mayoría de las publicadas en este blog- intenta reflejar los cambios en el proceso de adaptación de la oleada de inmigrantes atraídos por “el milagro español”, impulsado por una sólida economía que ubicó al país en el octavo lugar mundial.
Y no era para menos. Los inmigrantes llegaban masivamente procedentes de países de pobreza endémica unos o castigados por debacles financieras y políticas otros. Llegar a España en busca de trabajo y bienestar era un lujo que no todos se podían permitir. No había nada de malo en ello; las corrientes inmigratorias forman parte de la historia de la humanidad.
Los inmigrantes latinoamericanos tenían la ventaja del idioma, a diferencia de los que provenían de Europa del este o de África, cuya meta era en la mayoría de los casos recalar en las tareas agrícolas o de otra índole, rechazadas por los españoles que sentían haber alcanzado un grado “superior” en la escala social.
Los procedentes de América latina, muchos de ascendencia española, llegaban para emplearse como camareros, asistentes de ancianos y otros trabajos en los que podían comunicarse sin dificultad con sus empleadores. Quienes venían con algún título profesional o universitario encontraron facilidades para ubicarse en el engranaje social de mediano y alto nivel. A muchos de ellos les ha ido muy bien y seguramente no están arrepentidos de su decisión.
La llegada
Cuando llegué a España en 2002 junto con mi hijo mayor fue a modo de avanzada exploratoria para comprobar sobre el terreno si las posibilidades que se nos ofrecían aquí eran mejores. Se había revertido un proceso: hace casi 60 años mis padres emigraron hacia Argentina en busca de lo mismo.
Como sucede casi siempre, los comienzos no son fáciles, y en nuestro caso esa regla no escrita se cumplió, aunque las dificultades iniciales estuvieron matizadas con hechos que ahora, seis años después, se recuerdan con alguna sonrisa.
Apenas salimos del aeropuerto abordamos un taxi, pero no un coche normal sino una especie de furgoneta en la que pudiéramos meter las seis voluminosas maletas que llevábamos. Teníamos reserva en una pensión, pero recién para el día siguiente, así que le pedimos al chofer que nos llevara a un hotel de medio pelo para pasar la noche.
El hombre nos dijo que lo teníamos complicado pues en esos días Barcelona era sede de varias convenciones y los hoteles tenían colmada su capacidad. Entonces, para nuestro asombro, hizo por lo menos diez llamadas con su teléfono móvil hasta dar con un hotel que tenía habitación disponible. Tamaña atención del chofer nos sorprendió gratamente.
Pasamos la noche y a la mañana siguiente debíamos instalarnos en la pensión que distaba unas seis o siete calles de nuestro hotel. No vimos ningún taxi-furgoneta así que emprendimos el recorrido a pie, por etapas. Poco a poco llegamos a la pensión, un tercer piso de un viejo edificio con una enorme puerta de madera, como muchas de las que todavía existen en Barcelona. Esa sería nuestra residencia hasta que encontráramos un apartamento para alquilar.
Comenzamos a deambular por Inmobiliarias pero lo que vimos nos decepcionó: pisos pequeños, pocos, vetustos, sin luz y caros, sobre todo caros; no era lo que estábamos dispuestos a pagar por esa porquería. Mientras tanto, en la pensión habíamos instalado la CPU del ordenador que habíamos traído, junto con un monitor y una impresora que compramos a precios que nos parecieron casi regalados. El propósito era que mi hijo Pablo, ingeniero, pudiese enviar su curriculum a ofrecimientos de trabajo.
¿Y si probamos fuera de Barcelona?
A los pocos días dimos por fracasada la búsqueda de vivienda en Barcelona y decidimos buscar en alguna localidad cercana. Pero cual? No teníamos idea, así que fuimos a la estación de ferrocarril y allí buscamos nombres en un radio de unos 30 kilómetros.
El de letras más grandes era Mataró, y hacia allí nos dirigimos.
Mataró, una ciudad de 120.000 habitantes fundada a orillas del Mediterráneo por los romanos hace 2.000 años con el nombre de Iluro, nos causó una buena impresión cuando, al bajar del tren comprobamos que su ubicación geográfica era la que yo había tenido siempre como el ideal soñado: de un lado el mar, y enfrente, las montañas. “La vida entera es una búsqueda constante del mejor camino para alcanzar un resultado”, dijo alguien.
Ahora había que buscar vivienda, y eso no fue fácil. En las inmobiliarias sólo había carteles de venta, ninguno de alquiler. Pero cuando pensábamos ya que nuestra excursión había fracasado, nos topamos con una inmobiliaria pequeña y apartada del centro, dónde nos dijeron que tenían UN piso para alquilar. Fuimos a verlo, nos gustó y nos instalamos, no sin antes cumplir con todos los requisitos: seis meses de depósito porque no teníamos ningún aval, dos meses de alquiler adelantado y alguna cosa más.
Con el tiempo, llegó al resto de la familia, en tandas, y finalmente cada uno buscó su propio lugar de residencia.
La “burbuja”
España vivía un auge inmobiliario sin precedentes, como lo demostraban centenares de torres de construcción de edificios que se veían por doquier. Los precios, eso sí, estaban por las nubes, terriblemente altos para lo que estábamos acostumbrados. Pero los bancos ofrecían dinero en hipoteca con muchas facilidades, aunque quién los tomaba sabía que para alcanzar el título de propiedad debía esperar treinta años, o más.
Sin embargo, eran muchos los jóvenes que firmaban una hipoteca. La construcción casi no daba abasto para satisfacer la demanda. Otro aspecto que nos sorprendió era el consumo desmedido de los españoles. En los contenedores de residuos se encontraba todo tipo de muebles, electrodomésticos, bicicletas y muchos otros objetos que eran descartados para sustituirlos por otros más modernos a precios muy asequibles.
Muchos inmigrantes de escasos recursos, ya sea procedentes de Europa del este, Africa o América latina, podían instalarse recogiendo lo que otros despreciaban, incluyendo también ordenadores y aparatos de televisión –una imagen del primer mundo, propia de un país en el que aparentemente había dinero para consumir a destajo. Algunos sin embargo advertían que lo que se conocía como “burbuja inmobiliaria” en algún momento les estallaría en la cara, como efectivamente ocurrió a mediados del año 2008.
Civismo y lo contrario
En la vida cotidiana quedamos sorprendidos al ver como los automóviles se detenían en las líneas blancas de las esquinas, llamadas aquí pasos de cebra, cuando algún transeúnte se disponía a cruzar la calzada. El peatón tenía prioridad absoluta y eso se respetaba escrupulosamente.
Un gran número de perros paseaban sujetos a las correas de sus dueños que también, con pocas excepciones, recogían meticulosamente las deposiciones caninas y las depositaban en contenedores instalados al efecto. Pero no todo era idílico.
Los adolescentes de familias pudientes, los nuevos ricos de la España moderna, daban la impresión –no todos, claro está- de que sus padres se habían preocupado más por darse una buena vida y lucir sus nuevos coches que por inculcar a sus hijos normas de convivencia y buenos modales. No podía creer que por ejemplo, en modernos trenes se apoyasen las suelas en los asientos opuestos ensuciando el tapizado sin que nadie dijera nada. Era eso normal? Aparentemente sí.
Otro aspecto negativo de parte de la juventud es el llamado “botellón” que consiste en una gran afluencia de adolescentes a un sitio determinado y allí pasar toda la noche consumiendo alcohol y alguna otra cosa sin duda. La inmundicia que dejan debe ser retirada al día siguiente por los servicios de limpieza. En mi opinión es una diversión absolutamente idiota que lo único que les deja es una resaca durante un par de días.
¿Cuál es el beneficio que obtienen del “botellón”? Ellos sabrán.
Quien lleva ya algunos años viviendo en este país se ha acostumbrado a un orden relativamente bien establecido, pero claro, siempre se quiere algo más, es propio del ser humano. Pero no hay que perder la objetividad y poner en la balanza todos los pro y contra. Los inmigrantes que llegaron ilusionados y ahora piensan en regresar a sus países de origen ante la falta de trabajo, se hallan ante una difícil disyuntiva que cada uno debe resolver según cual sea su situación.
En España ha estallado la burbuja inmobiliaria y el país está sumido también en la crisis financiera mundial que se originó a mediados de 2008 en Estados Unidos. El índice de desempleo sube mes a mes y los pronósticos son agoreros, por lo menos para todo este año y parte del próximo. ¿Pero se puede pensar que si los países ricos o del “primer mundo” están en crisis, el resto escapará indemne a la misma?
La falta de trabajo ha hecho que muchos españoles repitan lo que sus antepasados hicieron hace varias décadas: emigrar en busca de un mejor empleo o de un empleo simplemente. Ya no se ven más los carteles de “Se necesita camarero” que antes dejaban para los sudamericanos. Todo esto es consecuencia del freno de la construcción, un resorte vital de la economía. Los bancos dejaron de conceder créditos que no saben si van a poder cobrar.
El gobierno evitó durante mucho tiempo pronunciar la palabra “crisis” pero finalmente tuvo que hacerlo y al mismo tiempo anunció un respaldo financiero para las empresas constructoras a fin de evitar la paralización total de la economía.
Este es el panorama actual según nuestra opinión. España tiene problemas. Otros países están mejor, pero muchos otros están peor. ¿Cuál es cual? ¿Hacemos una encuesta?
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3 comentarios:
Querido José: es para mi una de las mejores notas que he leido en mucho tiempo y de distintos medios. Con respecto a tú pregunta no sé la respuesta, simplemente hay que horadar la historia de cada país y la misma nos va a dar la solución."Caminante no hay camino......se hace camino al andar......."lo canta el Gardel Catalán y Machado tenía razón, busquemos en nosotros mismos y seguro que encontraremos la respuesta. Gracias por tan bella nota.
Una vez más, reitero mi agradecimiento a "flaco" por sus laudatorios comentarios. Es muy estimulante recibir esta especie de eco, por lo menos uno siente que no predica en el desierto. Un abrazo.
Esto es universal. Qué pasa con el desarraigo de unos y otros (nuestros antecesores y nuestras generaciones). Será que todos somos "ciudadanos del mundo"...?
Encima, el mapa geográfico y político te cambia las fronteras a cada rato!!!!!!!!!!!!!!
Besos para todos de martagbp
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