28 de octubre de 2012

El faenado del cerdo



José Trepat

(Nota que integra la serie Nostalgias del campo argentino)

La vida en el campo es un diálogo constante con la naturaleza, con sus alegrías y sinsabores, pero en definitiva, un descarnado enfrentamiento diario entre el hombre y el medio, donde cada cual trata de imponer sus leyes. Del campo proviene toda la materia prima que el ser humano necesita para su subsistencia, y allí está el hombre –el chacarero en Argentina- para extraer todo lo que pueda de las fértiles tierras y también de los animales que se nutren de ellas.

Como indica el título de esta serie de notas, lo que priva aquí es la nostalgia por una época de la que fui testigo y partícipe. Los hechos que se relatan corresponden entonces a ese tiempo en el que todo era artesanal; nada que ver con el procesamiento moderno de los alimentos, dónde el congelado de carnes, frutas y verduras forma parte de la vida actual. Quienes hoy viven en el campo seguirán sin duda cultivando sus huertos y árboles frutales para la alimentación diaria, pero en lo que respecta a carnes embutidos y fiambres lo más fácil es adquirirlos en el super mercado del pueblo más cercano.

 Nada de esto se conocía entonces y el acopio de alimentos debía hacerse manualmente si se quería disponer de ellos. Los huevos y pollos estaban al alcance de la mano como seguramente continua haciéndose hoy en día. La carne vacuna se adquiría tres veces por semana al carnicero que recorría la comarca en un sulky que cargaba un depósito de chapa con los cortes de res en su interior. El reparto se hacía en horas de la mañana para que el calor del verano no acelerara el proceso de descomposición de la carne, ya que ni hablar de cajas refrigeradas ni siquiera con hielo.

Los chacareros compraban la carne y se la comían ese mismo día, como es de imaginar. La carne de cerdo merece una mención especial y es el motivo de esta nota. Los que vivimos en las ciudades y llegamos a desarrollar un gran amor por los animales en general, sentiremos repulsión por algunos métodos que se empleaban, pero hay que decir que los hombres de campo, por su contacto directo con los animales, de alguna manera están encallecidos en cuanto a los sentimientos hacia ellos y lo que puede parecernos cruel, para esa gente era normal; simplemente había que hacerlo.

El faenado del cerdo se daba una vez al año y por lo tanto era un acontecimiento del que forzosamente debía participar el chacarero y sus vecinos. Lo de “forzosamente” se justifica por lo que iremos relatando más adelante. En todas las chacras se criaban cerdos, con dos fines: venderlos y comérselos. En el proceso de crianza, a poco de nacer una camada se procedía al capado de los machos. Los testículos, extirpados sin anestesia y con cuchillos bien afilados y sin desinfectar, se arrojaban a los perros que los engullían como un verdadero manjar.

La mayoría eran vendidos cuando aún eran lechones, pero el que tenía mejor aspecto se reservaba para el consumo de los habitantes de la chacra; este es el protagonista de nuestra historia. Se lo alimentaba convenientemente con maíz y recibía un trato preferencial. Puede decirse que iba a tener una vida feliz y no era conciente del final trágico que le esperaba. (En realidad, el mismo que todos sus congéneres pues no conozco cerdos que hayan muerto de viejos).

El elegido retozaba a sus anchas y engordaba cada vez más hasta alcanzar un tamaño descomunal en volumen y peso. En general se cree que el cerdo es un animal sucio porque se revuelca en el barro. En realidad lo hace para librarse de parásitos, aparte de que sin duda debe gustarle. Nuestro protagonista se ha pasado una buena vida, con una alimentación de primera que le permitió superar los 200 kilos de los cuales se aprovechará todo.

Pero llegó el momento de su “ejecución” y aquí se aplica lo de “forzosamente” ya que se necesitará la fuerza de seis hombres para inmovilizarlo. El día del sacrificio, siempre en invierno y en las primeras horas de la mañana, llegan los hombres de las casas vecinas para ayudar a la familia dueña del animal. Le atan las patas con sogas y entre los seis lo levantan trabajosamente para colocarlo sobre un banco de madera a la altura de la cintura.

 Entre todos lo sujetan fuertemente mientras el matarife toma un gran cuchillo bien afilado y sin miramientos se lo clava en la garganta seccionándole la carótida; la sangre sale a borbotones y es recogida en un cubo o balde. Los estremecedores chillidos del cerdo se escuchan a varios cientos de metros mientras dura su agonía. Cuando finalmente cesa la resistencia se deja que la sangre escurra completamente y comienza el descuartizamiento. Yo presencié ese cruel sacrificio y ahora, a la distancia en el tiempo, solo pensarle me hace estremecer, pero en ese momento lo consideraba casi normal porque así me habían enseñado.

 Antes de abrir al animal en canaleta para quitarle órganos y vísceras, se procede al ahumado, o sea colocarlo sobre las llamas para quemar los duros pelos que cubren su gruesa piel. Una vez chamuscado el pelaje se raspa el cuero con una especie de cuchillo de madera para quitar los restos de pelos y dejar la piel lisa. Algunos reemplazaban el fuego por agua casi hirviendo para limpiar la corteza del animal.


Recuerdo que la operación de faenado duraba dos o tres días pero eso correspondía a la familia de la chacra; los vecinos se habían ido después de la matanza. ¿Qué se hacía con la sangre?: se reservaba para las morcillas y la que sobraba se fritaba y se comía como si fueran buñuelos. Ahora el pensarlo siento un poco de asco pero recuerdo que entonces nos gustaba mucho. Normalmente, las mujeres se encargaban de la limpieza de los intestinos que luego se utilizarían como funda de chorizos y morcillas. Al segundo día se extraía la grasa y se fundía en grandes calderos al fuego. La grasa líquida se almacenaba entonces en un medio barril y al enfriarse serviría para conservar durante un año los embutidos y trozos de carne.

El barril se guardaba en un sótano fresco y seco y allí había que ir a buscar esos chorizos y morcillas que tenían un sabor incomparable, nada que ver con los que hoy pueden comprarse en super mercados o carnicerías. Parte de la grasa se utilizaba también para la fabricación de jabón. Otros se dedicaba a salar los enormes jamones de las patas traseras y así, cada uno tenía una tarea específica. Durante esos dos o tres días las otras actividades se paralizaban hasta que se hubiese completado el proceso de faenado. Eran tres días de dedicación total pero se garantizaba la alimentación para todo un año.

 En el chiquero, la nueva generación de cerdos retozaba alegremente sin sospechar que uno de ellos iba a ser elegido muy pronto para que dentro de un año fuese el nuevo protagonista del ritual. Es curioso como las personas se adaptan al medio; a veces no tienen alternativa. El sacrificio del cerdo grande estaba a cargo de los hombres por una cuestión de fuerza, pero cuando había que matar a uno de tamaño mediano o algún lechón, participaban también los niños de la casa, como era mi caso. Así que yo también sujeté a esos pobres chanchitos en el momento de matarlo. Hoy no podría hacerlo de ninguna manera. Hipocresía? No, es la verdad.

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