30 de octubre de 2012

El francés



José Trepat

Todos lo conocían como "el francés" y pocos sabía que su nombre completo era Juan Rouglan. Era realmente francés, nacido en Pau, cerca de la frontera con España, pero al escucharlo bien podía asegurarse que era oriundo de algún barrio de Buenos Aires, debido tal vez a los años que llevaba ya en Argentina. Nunca pude saberlo; para mí era también "el francés" o a veces Juan.

De joven, yo era un voraz lector de la revista Selecciones del Reader's Digest, a tal punto que durante un tiempo las coleccionaba y compraba en las librerías "de viejos" los números atrasados que no tenía. Más adelante me fui dando cuenta de que era demasiado tendenciosa en cuanto a su línea política de extrema derecha y le fui perdiendo interés. Para Selecciones, todos los comunistas eran hijos de Satán y así por el estilo.

Pero prescindiendo de los artículos sobre política que cada vez me parecían más indigestos, todo lo demás me gustaba bastante. Entre las secciones fijas había una que siempre leía, titulada Mi personaje inolvidable. En esas columnas, alguien se refería a alguna persona desconocida para el resto del mundo pero que por uno u otro motivo había sido importante para el autor de esas notas. Haciendo a veces un repaso de los años vividos, yo también hice mi propia lista y muchas veces pensé que tal vez algún día podía decir algo sobre "el francés", uno de mis personajes inolvidables.

Mi relación con Juan Rouglan comenzó cuando, con 11 años, buscaba algún trabajo rentado para poder llevar algo de dinero a mi casa. Alguien me comentó que en el puesto de venta de diarios y revistas de la esquina de Maipú y Córdoba, a 100 metros del "conventillo" donde vivíamos, estaban buscando a un chico para trabajar a la tarde. Como a la mañana todavía iba al colegio, eso me venía de perillas. Fui a verlo con una timidez pavorosa, como es comprensible. De entrada me cayó bien por la forma en que me habló, me tranquilizó con algunos chistes y me hizo sentir bien. Era mi primer trabajo y lo poco que me pagaba era para mí oro en polvo.

La primera paga -cobraba diariamente- se la llevé a mi madre y ella me dijo que me  quedara el dinero para comprarme las pequeñas cosas propias de la edad ("figuritas", golosinas, algún juguete barato, etc.). De alguna manera eso le ayudaba porque ella no podía comprármelas. En ese momento no me daba cuenta, pero éramos pobres, muy pobres.

¿Cómo era "el francés"? Físicamente, un personaje. Andaría por los 50 años y cojeaba de una pierna; otro misterio que nunca pude desentrañar. ¿Era una herida de guerra? ¿Cómo había sido su vida? Solo supe que había llegado a la Argentina años atrás en compañía de su madre que vivía sola (al poco tiempo murió). Se afeitaba cada dos o tres días y su cabeza estaba cubierta siempre por una boina vasca. Vestía con ropa de segunda mano, con unos pantalones de tiro alto sujetados con un cinturón muy ancho que siempre era el mismo. Calzaba alpargatas, nunca lo vi con zapatos. El atuendo personal parecía no importarle en absoluto.

Pero detrás de esa apariencia se ocultaba un hombre de una gran cultura, como lo demostraba cuando hablaba con algunos de sus clientes, hombres de negocios muy atildados que tenían sus oficinas en la zona. Por supuesto dominaba el francés a la perfección, pero también dialogaba en inglés con profesionales y empresarios de ese origen. Hablaban de política y de temas generales. Eso era lo que me parecía porque obviamente yo no entendía nada. Yo estaba allí para ayudarle a atender el puesto, ir a buscar los diarios de la tarde que los repartidores dejaban a una cuadra de distancia, y también me encargaba de hacer el reparto a los domicilios de los clientes fijos.

La singularidad de Juan me llamaba la atención. Mientras que por un lado exhibía -solo cuando era imprescindible- sus conocimientos sobre temas "serios", su tiempo en el puesto lo llenaba con la lectura de las novelistas del oeste que hacían furor en esa época. Sentado en su silla sin respaldo podía leerse tres o cuatro de esos libritos por día (con preferencia por Marcial Lafuente Estefanía y Silver Kane), y se llevaba otros tantos a la muy modesta pensión donde vivía, en un cuarto de apenas metro y medio de ancho por tres de fondo. Allí solo estaba la cama y un pequeño armario; ni mesa, ni sillas ni nada. Allí, acompañado por sus libritos, pasaba el sábado a la tarde y el domingo, cuando el puesto estaba cerrado.

Lo de cerrado es una manera de decirlo, porque entre mis tareas estaba también la de ayudarle a empaquetar todas las noches las revistas y llevarlas junto con los dos bloques de estantería hasta su depósito debajo de las escaleras de un viejo edificio, al otro lado de la avenida Córdoba, donde hoy se levanta el hotel Libertador.A las mañanas, su socio italiano, hacía el trabajo inverso y esperaba la llegada del francés cojeando con su paso cansino.

Me causaba gracia su manera de demostrar el hastío que le producía que le preguntasen tantas veces por día sobre alguna dirección o que medio de transporte iba hacia tal o cual lado. Sentado en su taburete con la cabeza gacha sobre el libro, se hacía el sordo cuando alguien le hacía la pregunta. Después de que se la repitieran tres o cuatro veces, levantaba la cabeza de golpe con un "ehhh!"; cuarta repetición y entonces daba la respuesta, volviendo rápidamente a la lectura. Si la persona no había entendido, lamentablemente debía irse sin el dato pues el francés se había quedado "sordo".

Un solitario por elección, Juan no tenía amistades; así había decidido vivir su vida. Nunca me habló de su pasado, algo comprensible dada mi corta edad, pero sí me señalaba a veces algún artículo que me convenía leer. Tal vez por imitación y también porque me gustaban, me convertí en devorador de novelitas de indios y vaqueros, lo que después fue ampliándose a otros tipos de libros, hasta el día de hoy en que leer se ha convertido en mi pasatiempo favorito. Uno de sus clientes era nada más ni nada menos que Jorge Luis Borges, quien acudía diariamente a la confitería sobre cuyo frente estaba instalado el puesto. Otro era el Premio Nobel Luis Federico Leloir. No sé si a través de un hilo invisible o por estar en trato diario con "el francés" comencé a interesarme por la cultura y personajes de ese calibre.

Transcurrido un tiempo mi familia se mudó a otro barrio pero yo cada tanto iba a visitarlo, pero de manera cada vez más espaciada. Un día vi que en el puesto había otra persona. No sé por qué no le pregunté que había sido de Juan. Habrá muerto solo como vivió, o tal vez acompañado por M.L.Estefanía o Silver Kane. Me quedé debiéndole una flor en su tumba, si es que alguna vez la hubo.

Más allá de su aspecto personal, "el francés", con su aureola de misterio, se convirtió en una persona a la que llegué a admirar sin saber explicar exactamente por qué, pero estoy seguro de que es uno de mis "personajes inolvidables".
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1 comentario:

martagbp dijo...

Encantador relato!