22 de diciembre de 2010

Para olerte mejor


Esto es un clásico. Ocurre en España todos los años pero me imagino que ningún país tiene la exclusividad.

Comienza en los primeros días de noviembre y continúa hasta pasadas las fiestas. En las pantallas de los televisores aparece la imagen de una mujer sensual o un hombre con visibles atributos de masculinidad. El lazo que los une es un perfume de marca reconocida.

Ha sido el primero, pero de allí en más los televidentes se ven sometidos a una andanada interminable de anuncios que promocionan fragancias y aromas con la promesa de que quien se atreva a poseerlos, tendrá abiertas las puertas a los placeres soñados.


Ya no se trata de que uno/una luzca un aspecto agradable cuando entra en una oficina o simplemente alterne en algún sitio público, sino que el mensaje lleva una poderosa carga erótica que forzosamente ha de desembocar en la inevitable unión de los sexos.

¿Para qué vamos a perder tiempo en prolegómenos?, deben haber pensado los creadores publicitarios.
“Vamos directamente al quid de la cuestión sin pérdida de tiempo, que en televisión es muy caro”.

Así, vemos a una muchacha alta y espigada –el estereotipo ideal- que, aún antes de entrar en la habitación de un hotel, ya comienza a quitarse prendas que va dejando en el suelo mientras avanza hacia el lugar del encuentro, que no es precisamente una mesa de conferencias sino una mullida cama.

A la derecha de su pantalla, señor, señora, está el pequeño frasco de perfume que ha eliminado todos los obstáculos para un final feliz. Si teniéndolo se logra eso, ¿qué estamos esperando para comprarlo?

En otro se ve a un caballero treintañero que también ingresa presuroso a un edificio. En la escena siguiente lo vemos con el torso desnudo, reclinado en un sofá esperando la recompensa por haber rociado su cuerpo con unas gotas de ese mágico perfume, generalmente de nombre francés.

Claro que si esa misma fragancia impregna un físico no tan agraciado como el suyo, como puede ser el de un caballero de edad madura, el efecto quizás no sea el mismo.

El actor español Antonio Banderas, que al igual que muchos colegas ha ingresado resueltamente en este negocio, promociona una fragancia “propia” y vaya si le da resultado. Se lo ve caminando por el pasillo de un hotel mientras se abren las puertas de varias habitaciones por las que se asoman rostros femeninos anhelantes, incluso mordiéndose ligeramente los labios.

Banderas lo percibe con el rabillo del ojo y, con expresión resignada se dispone a dar la vuelta para “atender” a sus fans. Por supuesto, la “culpa” es de “the secret”, su perfume.

Muy importante es el idioma cuando se escribe o se pronuncia alguno de estos productos que no deben faltar en la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Es imprescindible también que quienes deben transmitir a los televidentes el nombre del perfume, lo hagan con voz gangosa y como en un susurro. Por ejemplo, J’adore, de Dior, debe decirse “Ya doojjjjjj……..Diojjjj “. Como preludio a lo que vendrá no está mal.


Parecería que para que una fragancia tenga las mayores posibilidades de llegar al gran público, es requisito indispensable que se utilice el francés o también –en menor medida- el inglés. Con este criterio, los turcos, rusos, suecos, argentinos o tailandeses, no podrían ser convencidos en sus propias lenguas de las bondades del producto.


El perfume de Carolina Herrera, nombre castellano si los hay, no puede promocionarse como tal, o sea Carolina Herrera, sino que el locutor debe impostar la voz y lanzar un “Cagolina Jerera” lo más afrancesado posible.

Si un español en España quiere comprar el perfume de Paco Rabanne, debería encarar a la vendedora (siempre son mujeres) con un engolado Paco Jaabaaaannn. Me cuesta imaginar esa escena.

Entre tantas marcas, a cual mejor según los anuncios, hay que probarlas antes de elegir una. Y para ello nada mejor que visitar la sección perfumería de un supermercado y hacer uso de los frascos probadores que para eso están.

Pero el resultado puede ser desastroso. Algunos se arremangan y en los brazos desnudos vierten y olfatean todas las marcas posibles. Si no se deciden por la primera o segunda, la mezcla que se produce puede ser nauseabunda y al llegar a su casa tendrá que lavarse con un jabón común y corriente, y también barato, para que su cuerpo pueda olerse sin fruncir la nariz.

En síntesis, estamos en manos de los publicitarios y de los agraciados modelos que nos muestra la televisión.

¡A perfumarse que se acaba el mundo!

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