Mis amigos los chanchos
Como administrador del blog hoy me gratifico con esta nota bastante personal pero que, por supuesto me gusta compartir. Es un nuevo viaje al pasado, a aquellos felices y despreocupados días de la pre adolescencia cuando las circunstancias me situaron en un escenario que nunca pude olvidar y dónde germinó el amor que siento por CASI todos los mamíferos de cuatro patas: el campo argentino.
Es sabido y aceptado por todos que el perro y el caballo son los animales que tienen mayor afinidad con el hombre. Estos fieles compañeros entrarán y saldrán de esta nota de manera esporádica y circunstancial, ya que el protagonista hoy es el cerdo, o marrano, porcino, cochino, puerco y chancho, como todos lo conocemos en Argentina. Conocí al chancho a lo largo de todas las etapas de su vida y me encariñé con este animal cuyo triste destino es no morir nunca de viejo. Puede sonar entonces hipócrita este confesado "amor" por los marranos, cuando me los como con deleite. Debo pedir perdón por ello, pero no tengo la voluntad necesaria para engrosar la fila de los vegetarianos. ¿Hipócrita? Sí, ¿Sincero? también.
Después de este poco convincente intento de exorcismo, me dispongo a acompañar a un puerco, desde la gestación hasta que llega su hora final, de lo cual no es consciente y por lo tanto su vida, aparentemente, transcurre feliz y despreocupada.
Vamos a hablar primero de su lugar de residencia, por lo menos el tipo de recinto que yo conocí en una chacra del campo argentino. Había allí veinte o treinta chanchos de todos los tamaños que deambulaban en un espacio bastante amplio pero cercado por sólidas alambradas. Podían acomodarse también bajo un techo de chapas para resguardarse del sol, la lluvia o el frío.
Se sabe que la limpieza no es lo suyo. El chiquero estaba lleno de excrementos que estos puercos olisqueaban y también degustaban sin importarles el "que dirán". En todo lugar campestre de concentración de cerdos no debe faltar un gran charco de barro para que puedan retozar a gusto, sobre todo en verano. Allí estaban entonces padres, hijos y hermanos, ajenos a lo que el destino tenía reservado para cada uno de ellos, según tamaño y sexo.
Permanecían en ese recinto durante la noche y la mayor parte del día, porque todas las mañanas mi trabajo era abrirles la puerta para que anduvieran libremente por el campo con el hocico a ras del suelo y metiéndose en la boca todas las porquerías que encontraban. Mi tarea era vigilar que no se dispersaran y para ello contaba con la ayuda de los perros, cuya mayor diversión era -cuando recibían la orden- salir disparados hacia un chancho alejado de los demás. Cuando éste los veía acercarse echaba a correr con sus patitas cortas y rígidas, pero ya era tarde. Los perros hincaban sus colmillos en las grandes orejas marranas y uno de cada lado tironeaban hasta que el cuidador se acercaba y a patada limpia los obligaba a soltarlo.
Eso se repetía diariamente, pero los marranos no aprendían la lección. Una y otra vez se separaban del resto y vagaban a su aire; parecería que su cerebro no recordaba que el día anterior casi habían perdido las orejas en medio de chillidos escalofriantes. Después del paseo diario, a encerrarlos en su chiquero hasta el día siguiente.
El origen
Todo comienza con la cópula del padrillo y la hembra, ritual que se llevaba a cabo con mucha parsimonia y tranquilidad. El macho monta a la cerda, totalmente inmóvil y se produce el acoplamiento, que puede durar bastante sin que prácticamente se muevan y sin gemidos de pasión. Todo se hace con mucho recato. Una vez consumado el acto, el padrillo se retira sin siquiera saludar a su compañera.
Comienza entonces una espera de poco más de tres meses sin que varíe la rutina diaria, pero cuando faltan pocos días para el parto, la cerda debe ser aislada del resto. ¿Por qué? Porque el padrillo u otros chanchos grandes suelen comerse a las crías recién nacidas.
Se disponía un lecho de paja seca en el lugar dónde la cerda iba a traer al mundo a una nueva camada de cochinillos. Si se observa la parte inferior de la hembra podrán verse alrededor de 14 o 16 tetillas, o sea que es la cantidad de pequeños gorrinos que de un momento a otro comenzarán a ser expulsados sin prisa y sin pausa. Como testigo presencial de ese momento sublime de la Madre Naturaleza, ví que apenas nacido, el pequeño cochinillo se dirige trabajosamente a una de las tetillas.El orden de nacimiento puede ser importante porque si aparecen más que la cantidad de pezones, el último en llegar puede quedar ya sentenciado. Una vez concluido el parto, la madre hace limpieza del único modo que sabe; comiéndose la placenta.
La excelente leche materna hace que los lechones crezcan rápidamente, sanos y fuertes, pero si alguno nació débil tal vez no puede recuperarse si no logra enchufarse a "su" teta, y muere; algún otro puede quedar aplastado bajo el cuerpo de la madre. Esto suele ocurrir cuando no hay asistencia externa, es ley de vida.
Superada esa etapa inicial y al poco tiempo los gorrinos y su madre pasan a integrar el grupo y se amplía su menú alimenticio, con diversos cereales, especialmente el maíz, su manjar predilecto. Esta camada ha sido espléndica, 16 cachorros lozanos, inquietos y juguetones. Ya son casi independientes y cada uno tiene su destino marcado.
A mi primo y a mí (12 y 10 años) se nos ocurrió "amaestrar" a dos lechoncitos y para ello debíamos tener contacto con ellos. Como no respondían a nuestros gestos de que se acercaran y comieran de la mano, no se nos ocurrió otra cosa que iniciar una persecución. Los lechones corrían despavoridos ya que desconocían nuestras buenas intenciones. Una vez agotada la resistencia los arrinconamos y capturamos cada uno el suyo. Respondían a nuestras caricias con chillidos aterradores, los muy desagradecidos. Frustrados, los soltamos y salieron disparados como alma que lleva el diablo, según el refrán popular. Conclusión: es muy difícil amaestrar a un cerdo, por lo menos con nuestro sistema y poca paciencia.
Es sabido y aceptado por todos que el perro y el caballo son los animales que tienen mayor afinidad con el hombre. Estos fieles compañeros entrarán y saldrán de esta nota de manera esporádica y circunstancial, ya que el protagonista hoy es el cerdo, o marrano, porcino, cochino, puerco y chancho, como todos lo conocemos en Argentina. Conocí al chancho a lo largo de todas las etapas de su vida y me encariñé con este animal cuyo triste destino es no morir nunca de viejo. Puede sonar entonces hipócrita este confesado "amor" por los marranos, cuando me los como con deleite. Debo pedir perdón por ello, pero no tengo la voluntad necesaria para engrosar la fila de los vegetarianos. ¿Hipócrita? Sí, ¿Sincero? también.
Después de este poco convincente intento de exorcismo, me dispongo a acompañar a un puerco, desde la gestación hasta que llega su hora final, de lo cual no es consciente y por lo tanto su vida, aparentemente, transcurre feliz y despreocupada.
Vamos a hablar primero de su lugar de residencia, por lo menos el tipo de recinto que yo conocí en una chacra del campo argentino. Había allí veinte o treinta chanchos de todos los tamaños que deambulaban en un espacio bastante amplio pero cercado por sólidas alambradas. Podían acomodarse también bajo un techo de chapas para resguardarse del sol, la lluvia o el frío.
Se sabe que la limpieza no es lo suyo. El chiquero estaba lleno de excrementos que estos puercos olisqueaban y también degustaban sin importarles el "que dirán". En todo lugar campestre de concentración de cerdos no debe faltar un gran charco de barro para que puedan retozar a gusto, sobre todo en verano. Allí estaban entonces padres, hijos y hermanos, ajenos a lo que el destino tenía reservado para cada uno de ellos, según tamaño y sexo.
Permanecían en ese recinto durante la noche y la mayor parte del día, porque todas las mañanas mi trabajo era abrirles la puerta para que anduvieran libremente por el campo con el hocico a ras del suelo y metiéndose en la boca todas las porquerías que encontraban. Mi tarea era vigilar que no se dispersaran y para ello contaba con la ayuda de los perros, cuya mayor diversión era -cuando recibían la orden- salir disparados hacia un chancho alejado de los demás. Cuando éste los veía acercarse echaba a correr con sus patitas cortas y rígidas, pero ya era tarde. Los perros hincaban sus colmillos en las grandes orejas marranas y uno de cada lado tironeaban hasta que el cuidador se acercaba y a patada limpia los obligaba a soltarlo.
Eso se repetía diariamente, pero los marranos no aprendían la lección. Una y otra vez se separaban del resto y vagaban a su aire; parecería que su cerebro no recordaba que el día anterior casi habían perdido las orejas en medio de chillidos escalofriantes. Después del paseo diario, a encerrarlos en su chiquero hasta el día siguiente.
El origen
Todo comienza con la cópula del padrillo y la hembra, ritual que se llevaba a cabo con mucha parsimonia y tranquilidad. El macho monta a la cerda, totalmente inmóvil y se produce el acoplamiento, que puede durar bastante sin que prácticamente se muevan y sin gemidos de pasión. Todo se hace con mucho recato. Una vez consumado el acto, el padrillo se retira sin siquiera saludar a su compañera.
Comienza entonces una espera de poco más de tres meses sin que varíe la rutina diaria, pero cuando faltan pocos días para el parto, la cerda debe ser aislada del resto. ¿Por qué? Porque el padrillo u otros chanchos grandes suelen comerse a las crías recién nacidas.
Se disponía un lecho de paja seca en el lugar dónde la cerda iba a traer al mundo a una nueva camada de cochinillos. Si se observa la parte inferior de la hembra podrán verse alrededor de 14 o 16 tetillas, o sea que es la cantidad de pequeños gorrinos que de un momento a otro comenzarán a ser expulsados sin prisa y sin pausa. Como testigo presencial de ese momento sublime de la Madre Naturaleza, ví que apenas nacido, el pequeño cochinillo se dirige trabajosamente a una de las tetillas.El orden de nacimiento puede ser importante porque si aparecen más que la cantidad de pezones, el último en llegar puede quedar ya sentenciado. Una vez concluido el parto, la madre hace limpieza del único modo que sabe; comiéndose la placenta.
La excelente leche materna hace que los lechones crezcan rápidamente, sanos y fuertes, pero si alguno nació débil tal vez no puede recuperarse si no logra enchufarse a "su" teta, y muere; algún otro puede quedar aplastado bajo el cuerpo de la madre. Esto suele ocurrir cuando no hay asistencia externa, es ley de vida.
Superada esa etapa inicial y al poco tiempo los gorrinos y su madre pasan a integrar el grupo y se amplía su menú alimenticio, con diversos cereales, especialmente el maíz, su manjar predilecto. Esta camada ha sido espléndica, 16 cachorros lozanos, inquietos y juguetones. Ya son casi independientes y cada uno tiene su destino marcado.
A mi primo y a mí (12 y 10 años) se nos ocurrió "amaestrar" a dos lechoncitos y para ello debíamos tener contacto con ellos. Como no respondían a nuestros gestos de que se acercaran y comieran de la mano, no se nos ocurrió otra cosa que iniciar una persecución. Los lechones corrían despavoridos ya que desconocían nuestras buenas intenciones. Una vez agotada la resistencia los arrinconamos y capturamos cada uno el suyo. Respondían a nuestras caricias con chillidos aterradores, los muy desagradecidos. Frustrados, los soltamos y salieron disparados como alma que lleva el diablo, según el refrán popular. Conclusión: es muy difícil amaestrar a un cerdo, por lo menos con nuestro sistema y poca paciencia.
Alrededor de tres meses después del parto había que tomar una decisión con los gorrinos; allí se decidiría su destino. Entre tantos lechones solamente uno o dos conservarían sus testículos para seguir su vida natural y convertirse en padrillos para la continuación de la especie. Los que no tuvieron esa suerte iba a ser sometidos a un capado rápido y expeditivo. Dos personas sujetaban al lechón y otro, con un cuchillo bien afilado, hacía un corte en escroto y sin más, cortaba el testículo y lo arrojaba a sus espaldas. No llegaba al suelo; los perros lo cazaban en el aire; cómo les gustaban. Un poco de líquido desinfectante en la herida y que pase el siguiente. Los capados se habían quedado sin esos atributos y se había firmado para ellos la sentencia de muerte: al poco tiempo serían vendidos para el consumo. Triste, pero es así.
Mientras tanto, la vida en el chiquero continuaba con su rutina. Ajenos a lo que les aguardaba, los chanchos retozaban alegremente entre el barro, atentos siempre a la comida que pudiera llegarles que, sea lo que fuere, todo era bien recibido. Causaba mucha gracia escuchar el crunch crunch que sus mandíbulas hacían al masticar las cáscaras de sandía y la fruta podrida recogida previamente en el monte de árboles frutales. Todo era una delicia para ellos, pero con pocas cosas disfrutaban tanto como con las espigas de maíz que ocasionalmente recibían.
Una de las mayores diversiones de los cerdos es escaparse de su lugar de encierro. Las alambradas debían estar bien tirantes y a ras del suelo porque con el hocico multiuso los puercos también hacen pozos y ello les permitía pasar por debajo del alambre hacia la libertad. Después había que ir a buscarlos y encerrarlos nuevamente antes de que entraran en alguna huerta y pisotearan todo lo sembrado, además de comérselo. Se probó con electrificar las alambradas, pero tampoco dio resultado. Por eso había que vigilarlos durante el día y encerrarlos a la noche en un lugar más protegido y seguro.
Los lechones que habían sido capados permanecían en la chacra algún tiempo más y luego eran vendidos a las empresas de chacinados. De ese grupo inicial se reservaban uno o dos que recibían un trato preferencial cuyo propósito ellos desconocían: se los engordaba para el faenado y consumo interno. Ese animal alegre, feliz y despreocupado se transformaba en jamones, chorizos, morcillas, costilla, panceta, corteza, hígado, riñón, en fin... prácticamente todo en el cerdo es aprovechado.
Vease la nota El faenado del cerdo
Los afortunados que habían conservado sus testículos crecían en tamaño, comían a placer, daban rienda suelta a su líbido y eran posiblemente -no lo puedo asegurar- los únicos que morían de viejos.
-José Trepat
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