16 de mayo de 2011

Recuerdos de viaje (III)



LA TUMBA DE NAPOLEÓN
José Trepat
Dependiendo de la cantidad de días de que se disponga, una visita a París no es tal si uno no posa sus plantas en algunos de los sitios y monumentos emblemáticos que ofrece la llamada Ciudad Luz –la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo, Notredame, Saint-Germain-des-Prés y el Louvre, por citar solo cinco de las tantas atracciones.

Es lo que ofrecen los paquetes turísticos y los nombres que no pueden faltar en las agendas personales de los viajeros, cuando la permanencia en la capital francesa deba limitarse a una semana o diez días. Pero una vez cumplido ese rito casi obligado, cada uno dedicará el resto de las jornadas a satisfacer sus apetencias personales.

Después de haber satisfecho esa placentera necesidad básica y con el espíritu rebosante de agradecimiento por haber podido conocer esas cinco maravillas (la lista puede modificarse según los gustos) los viajeros –el autor de estas líneas y su compañera en las buenas y en las malas- hacen una pausa para dar un merecido descanso a los maltrechos pies y se disponen a disfrutar de un almuerzo en un restaurante a orillas del Sena, mientras observan la catedral de Notre Dame en la ribera opuesta y el ir y venir de las embarcaciones que surcan el río.

Comodante instalados en una de las mesas al aire libre, la pareja de turistas saca del bolso el plano de la ciudad y el libro de viajes, elementos que no pueden faltar en las visitas a las grandes urbes. Previamente, habían disfrutado de un almuerzo sencillo y nada exótico pero que les dejó un inolvidable “sabor de boca” –nunca mejor dicho: un simple plato de tallarines que sabían a gloria por su exquisita preparación, mérito del chef. Nunca antes habían degustado pasta tan bien aderezada con quesos, champiñones y especias.
Ya con la mesa despejada, la pareja comienza a elaborar el plan de visitas para lo que quedaba de viaje, que debía circunscribirse al perímetro de la capital, sacrificando una escapada a Versalles, que quedaría para otra oportunidad. También para otro momento la descripción y sensaciones que despertaron en los viajeros los sitios mencionados en los primeros párrafos de esta nota.

El leit motiv de este recuerdo de viaje es bien específico: la tumba de Napoleón Bonaparte, en la cúpula de Los Inválidos, construído como hotel por orden del rey Luis XIV en 1670, con el fin de recibir a los soldados heridos de guerra y para dar asistencia a los combatientes que arriesgaron sus vidas en defensa de la monarquía.

Yo había leído bastante sobre Napoleón, ya sea en novelas, biografías y también películas, sin olvidar libros sobre su misteriosa muerte en la isla de Santa Eelena, por causas naturales o envenenamiento, según los distintos autores. Todo ese bagaje de datos había convertido al emperador francés en personaje cautivante. ¿Cómo, entonces, no dedicar una tarde a visitar el sitio dónde estaban sus cenizas, repatriadas en 1840 desde la lejana Santa Eelena, dónde había sido desterrado por los británicos?



La Historia dice que Napoleón fue inhumado en la iglesia de San Luis des Invalides. El rey Luis Felipe hizo modificar en 1842 la estructura del domo de Los Inválidos a fin de construir una tumba para el Emperador y depositar allí sus restos en 1862.

Tomada la decisión, se inició la marcha a pie, le mejor manera de conocer una ciudad, en dirección al Hotel des Invalides transformado en monumento, dónde a poco de entrar nos encontramos bajo la cúpula.

Allí varios metros por debajo del nivel de la entrada, en un recinto circular, puede verse el imponente ataúd realizado en pórfido rojo traído de Rusia, asentado sobre una base de granito verde. A los costados, bajorrelieves e inscripciones recuerdan sus grandes victorias en Europa.

Observando la preciosa obra del arquitecto Visconti desfilan por la memoria todos los hechos y anécdotas que cada uno conserva sobre Napoleón, el genio militar que, conviene no olvidarlo, sufrió también estrepitosas derrotas, como su frustrada invasión a Rusia y la decisiva debacle en Waterloo. Con sus virtudes y defectos, allí estaban los restos del personaje que murió – o fue asesinado- a los 51 años en una remota isla del Atlántico.

La soledad en que terminó su vida ha sido paliada de alguna manera por los centenares de millones de visitantes que sus huesos o cenizas reciben ahora, casi en el lugar que según su testamento, debía ser enterrado: a las orillas del Sena.

Napoleón se había salido con la suya; y el viajero también, al haber podido visitar su tumba.
Algunas pinturas dedicadas a Napoleón





*
















No hay comentarios: