27 de julio de 2012

Cómo si fuera ayer


José Trepat
La programación radial se interrumpió bruscamente; los pocos segundos que siguieron de silencio total presagiaban el fatídico anuncio, el que tanto se temía pero que sin embargo se esperaba como inevitable. Esos segundos probablemente fueron aprovechados por el locutor para impostar la voz y adaptarla a la circunstancia histórica: 


“A las 20.25 Eva Perón entró en la inmortalidad”. 


Suele decirse que, llegado a cierta edad, uno recuerda mejor lo ocurrido hace cincuenta años, que lo que hizo dos días atrás. En cierto modo esto es así, pero también es cierto que la memoria es selectiva y almacena –con profusión de detalles- una cantidad limitada de acontecimientos, aquellos que en su momento tuvieron alguna repercusión especial en la vida de cada uno. 


En esos momentos, yo tenía 12 años y esas fueron las palabras que me quedaron grabadas. Mi madre se puso una mano en la boca y abrió grandes los ojos. No había podido recuperarse aún cuando doña Juana, nuestra vecina de cuarto en aquel miserable “conventillo” en el que vivíamos en Buenos Aires, abrió la puerta y con un pañuelo en la boca abrazó a mi madre presa de un llanto convulso. “Ay doña Anita, ay doña Anita!!!”. 


Tan conmocionada estaba que ni siquiera pudimos escuchar más información. Sólo recuerdo que el aparato de radio a lámpara (todavía no habían llegado los transistores) comenzó a transmitir música sacra, algo a lo que debimos acostumbrarnos de allí en más durante no sé cuánto tiempo. 


Los inquilinos del conventillo, unas veinte familias diseminadas en los dos pisos del edificio de más de 100 años, con un solo baño y un único grifo de agua para todos, reaccionaron igual que doña Juana; todos se sentían profundamente peronistas, pero más precisamente profesaban adoración por Eva Perón, Evita, que acababa de morir a los 33 años por un cáncer de útero. Es que la mayoría de ellos habían sido “traídos” por Juan Domingo Perón a la capital, sacándolos de la miseria de sus provincias. 


Las mujeres lloraban y los hombres estaban apoyados contra la pared con las cabezas gachas. El sentimiento era unánime: había muerto la mujer que los “protegía” y los ayudaba con regalos de su Fundación; nadie antes les había dato tanto. Eran todos gente del interior, a los que Evita llamaba “mis descamisados” y otros sectores los conocían como “cabecitas negras”. Nosotros –extranjeros y de “tez blanca”- nunca nos sentimos excluidos de su grupo social y tuvimos con ellos una convivencia perfecta con ayuda mutua, aunque todavía no habíamos llegado a entender las raíces de esa devoción tan profunda hacia un presidente y, sobre todo, a esa joven mujer, la venerada Evita. 


Mi madre se había solidarizado completamente con su vecina, doña Juana, en el dolor que esta mujer sentía y que cuesta explicarlo con las palabras adecuadas. Mi padre quedaba un poco al margen de esos sentimientos ya que estaba demasiado ocupado con todos los trabajos que podía conseguir acorde con su escasa preparación (lavacopas, en la construcción, tareas de limpieza) para mantener a la familia. 


Doña Juana convenció a mi madre de que debían ir a ver a Evita a la capilla ardiente, y así lo hicieron. Las crónicas de la época dan cuenta de lo que fue aquello: kilómetros de cola bajo el frío y la lluvia durante más de dos días para poder llegar hasta el ataúd con el cadáver de Eva Perón. 


No recuerdo una demostración similar de pesar por la muerte de un político, ni tampoco recuerdo que alguna vez se haya depositado tal cantidad de flores en un velatorio. Yo trabajaba como canillita (vendedor de diarios). Era tal la conmoción que había causado la muerte de Eva Perón, que los diarios eran literalmente arrebatados de las manos de los vendedores. 


Una escena me quedó grabada para siempre: un colega vendedor, hombre ya mayor, se vio rodeado y presionado por una multitud de compradores. En un momento dado, al borde de un ataque de nervios, arrojó los diarios al suelo, puso un pie arriba de la pila y lanzó un grito desesperado: “LA PUTA MADRE QUE ME PARIÓ!!!”. Acto seguido dio media vuelta y se fue. Los clientes se habían convertido en buitres sobre aquellos periódicos que seguramente querían guardar como recuerdo de un hecho único. 


Eva Perón había muerto a los 33 años. Qué habría sido de ella con el paso de los años es un misterio que jamás se aclarará, pero ese 26 de julio de 1952, se convirtió en leyenda y mito para millones de argentinos. Está claro que los sectores pudientes de la sociedad no pensaba igual y cuando el gobierno de Perón fue derrocado por un golpe militar en 1955, los diarios y medios más afines al nuevo régimen, se encargaron de enlodarla con toda la saña posible. El debate continua. 


Más adelante, en el devenir de la historia, otras mujeres argentinas han soñado con ocupar su lugar. Patético. 
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