(Tercera de tres notas, dedicadas a mis compañeros de viaje)
La segunda jornada había sido agotadora debido en gran parte a las largas caminatas de ida y vuelta a las ruinas junto al rio Uruguay y las que los viajeros hicieron luego en Villa Elisa y el pueblo de Liebig. El cariño por el coche rojo iba en aumento al tiempo que las piernas se mostraban cada vez más renuentes a facilitar los desplazamientos.
Hoy sería el último día completo de la gira ya que mañana el grupo emprendería el regreso después del desayuno.
El sol que había puesto un marco espléndido en los días previos, quedó oculto esta vez por una capa de nubes grises que desde temprano comenzaron a descargar una fina llovizna.
La guía, fiel a su papel, procuró restarle importancia a esa adversidad climatológica, ya que la visita que tenía preparada para ese día se desarrollaría en un sitio semi cerrado.
El último día de esta breve excursión tendría un carácter histórico-cultural: visitar el Palacio San José, conocido también como Museo y Monumento Histórico Nacional “Justo José de Urquiza”.
Sin pretender dictar una clase de historia, hizo lo mismo que sus colegas en los viajes turísticos: exponer de manera sucinta, algunos rasgos del sitio en cuestión. Así, los viajeros se enteraron de que el Palacio San José fue la residencial del General Urquiza los últimos veinte años de su vida.
Construido a partir de 1848, por mandato de su morador, fue centro de un próspero establecimiento rural a mediados del siglo XIX, explicó Noemí entusiasmada por haber captado la atención del grupo, incluso la del chófer que al mismo tiempo pensaba en dónde había guardado su GPS, para terminar de una vez por todas con los despistes.
Con el ánimo templado y provistos de paraguas, los viajeros se ubicaron en el Fiat y emprendieron el viaje que sería de unos 50 kilómetros. El GPS no fue encontrado, pero la guía dijo saber que había un atajo hasta la ruta principal. Ese atajo los llevó por caminos de tierra convertidos en barrizales en algunos sectores, hasta llegar a una bifurcación sin carteles indicadores.
La llovizna había cesado y el Fiat rojo estaba en medio de la nada. Las casas vecinas parecían deshabitadas pues no se veía a nadie y ni siquiera se escuchaba el ladrido de algún perro. El camino también estaba desierto, hasta que por fin, vieron acercarse un vehículo. La guía le hizo señas para que se detuviera y acto seguido entabló un diálogo con la conductora, también mujer, quien con algunas indicaciones, solucionó el problema de orientación del cuarteto de turistas.
Ya en la carretera, el coche emprendió una rauda marcha hacia el Palacio San José, al que llegaron sin mayores contratiempos. Con renovada confianza, la guía dijo que en ese lugar, Urquiza formó una familia numerosa y desde allí dirigió los destinos de la provincia de Entre Rios, como gobernador, y los de la Confederación Argentina cuando se desempeñó como presidente.
Al llegar al que fue declarado Monumento Histórico en 1935, una tenue garúa recibió a los visitantes pero afortunadamente cesó completamente a los pocos minutos, por lo cual la visita se desarrolló con normalidad, esta vez con la asistencia de una guía local que explicó datos históricos esenciales para información de los turistas.
Entre otras cosas dijo que en una las dependencias del Palacio Urquiza fue asesinado por sus enemigos en el atardecer del 11 de abril de 1870.
Concluida la visita, la jefa del grupo sugirió-ordenó que podrían ir a comer algo en la ciudad de Gualeguaychú, a 60 kilómetros de distancia, en dirección contraria a Colón. Llegaron a la hora de la siesta y muchos establecimientos estaban cerrados, por lo cual tuvieron que conformarse con unos tostados en un bar.
Gualeguaychú, famosa por sus carnavales, no cautivó a los viajeros, o por lo menos al copiloto José, así que rápidamente se inició el regreso a Colón, que ahora estaba a 120 kilómetros de allí.
Cena de despedida en el restaurante de costumbre, regreso al hotel y al día siguiente, de camino a casa, los viajeros tendrían una última experiencia nefasta con el malhadado café.
La segunda jornada había sido agotadora debido en gran parte a las largas caminatas de ida y vuelta a las ruinas junto al rio Uruguay y las que los viajeros hicieron luego en Villa Elisa y el pueblo de Liebig. El cariño por el coche rojo iba en aumento al tiempo que las piernas se mostraban cada vez más renuentes a facilitar los desplazamientos.
Hoy sería el último día completo de la gira ya que mañana el grupo emprendería el regreso después del desayuno.
El sol que había puesto un marco espléndido en los días previos, quedó oculto esta vez por una capa de nubes grises que desde temprano comenzaron a descargar una fina llovizna.
La guía, fiel a su papel, procuró restarle importancia a esa adversidad climatológica, ya que la visita que tenía preparada para ese día se desarrollaría en un sitio semi cerrado.
El último día de esta breve excursión tendría un carácter histórico-cultural: visitar el Palacio San José, conocido también como Museo y Monumento Histórico Nacional “Justo José de Urquiza”.
Sin pretender dictar una clase de historia, hizo lo mismo que sus colegas en los viajes turísticos: exponer de manera sucinta, algunos rasgos del sitio en cuestión. Así, los viajeros se enteraron de que el Palacio San José fue la residencial del General Urquiza los últimos veinte años de su vida.
Construido a partir de 1848, por mandato de su morador, fue centro de un próspero establecimiento rural a mediados del siglo XIX, explicó Noemí entusiasmada por haber captado la atención del grupo, incluso la del chófer que al mismo tiempo pensaba en dónde había guardado su GPS, para terminar de una vez por todas con los despistes.
Con el ánimo templado y provistos de paraguas, los viajeros se ubicaron en el Fiat y emprendieron el viaje que sería de unos 50 kilómetros. El GPS no fue encontrado, pero la guía dijo saber que había un atajo hasta la ruta principal. Ese atajo los llevó por caminos de tierra convertidos en barrizales en algunos sectores, hasta llegar a una bifurcación sin carteles indicadores.
La llovizna había cesado y el Fiat rojo estaba en medio de la nada. Las casas vecinas parecían deshabitadas pues no se veía a nadie y ni siquiera se escuchaba el ladrido de algún perro. El camino también estaba desierto, hasta que por fin, vieron acercarse un vehículo. La guía le hizo señas para que se detuviera y acto seguido entabló un diálogo con la conductora, también mujer, quien con algunas indicaciones, solucionó el problema de orientación del cuarteto de turistas.
Ya en la carretera, el coche emprendió una rauda marcha hacia el Palacio San José, al que llegaron sin mayores contratiempos. Con renovada confianza, la guía dijo que en ese lugar, Urquiza formó una familia numerosa y desde allí dirigió los destinos de la provincia de Entre Rios, como gobernador, y los de la Confederación Argentina cuando se desempeñó como presidente.
Al llegar al que fue declarado Monumento Histórico en 1935, una tenue garúa recibió a los visitantes pero afortunadamente cesó completamente a los pocos minutos, por lo cual la visita se desarrolló con normalidad, esta vez con la asistencia de una guía local que explicó datos históricos esenciales para información de los turistas.
Entre otras cosas dijo que en una las dependencias del Palacio Urquiza fue asesinado por sus enemigos en el atardecer del 11 de abril de 1870.
Concluida la visita, la jefa del grupo sugirió-ordenó que podrían ir a comer algo en la ciudad de Gualeguaychú, a 60 kilómetros de distancia, en dirección contraria a Colón. Llegaron a la hora de la siesta y muchos establecimientos estaban cerrados, por lo cual tuvieron que conformarse con unos tostados en un bar.
Gualeguaychú, famosa por sus carnavales, no cautivó a los viajeros, o por lo menos al copiloto José, así que rápidamente se inició el regreso a Colón, que ahora estaba a 120 kilómetros de allí.
Cena de despedida en el restaurante de costumbre, regreso al hotel y al día siguiente, de camino a casa, los viajeros tendrían una última experiencia nefasta con el malhadado café.
A la mañana siguiente, el grupo se despidió de Colón, previo visita a su Iglesia principal.
Después de haber avanzado unos 150 kilómetros de los 340 que los separaban de Buenos Aires, decidieron hacer un alto en una estación de servicio, con el modesto propósito de … tomar un café.
En el salón de ventas había una máquina expendedora de café a la que había que introducir doce monedas (a razón de tres por cabeza). Los viajeros no pudieron reunir esa cantidad y pidieron a la empleada de la caja que les cambiara unos billetes. Esta contestó de mal modo que no tenía. (Que extraño que haya máquina expendedora y no se facilite el cambio de monedas).
A pocos metros había un restaurante que en ese momento estaba desierto. Los viajeros ocuparon una mesa en espera de ser atendidos. Acudió una muchacha con cara de pocos amigos. Pidieron cuatro cafés y la joven, después de unos segundos en los que su rostro dejó traslucir un gesto de resentimiento contenido, preguntó:.
- ¿No van a almorzar?
- No, cuatro cortados.
- ¿Los manda la de enfrente?
- Dice que no tiene monedas para cambiar
Se aleja dos pasos y entonces gira la cabeza hacia el grupo, para lanzar con palabras que querían ser medidas, algunos conceptos sobre la empleada de la caja. Palabras que en realidad querían decir:“Esa sucia zorra, yegua, siempre hace lo mismo”.
Sin buscarlo, los viajeros se hallaron en medio de una feroz lucha interna en torno al expendio de café en esa estación de servicio. Llegaron los cortados, frios y con demasiada leche.
Con un hilo de voz para no soliviantar aún más a la empleada, José pidió la cuenta y el grupo abandonó rápidamente el lugar.
Tomar en paz un café en Entre Rios? Misión imposible.
La breve excursión había terminado.
El chófer devolvió a los turistas sanos y salvos al punto de partida. No se puede pedir más.
La guía suplió algún problema logístico con una voluntad a toda prueba y prometió organizar futuras salidas capitalizando la experiencia recogida en este.
Ambos se llevan el agradecimiento de Beatriz y José, que poco hicieron para solucionar algún problema; simplemente dejaron que las cosas fluyeran…
(Rosa dedicada a las damas de esta excursión)
*
3 comentarios:
No has resaltado las cualidades extraordinarias de Noemí, sin embargo espero que en una futura entrega lo hagas. En algo no comulgo con vos y es respecto a Gualeguaychú y es que para mi es una ciudad encantadora (será que conocemos gente de allí) (lástima que no fueron al balneario Ñandubayzal) El palacio San José merece otra nota aparte.
Me encantó la gracia del relato y la odisea del café.Amén
A flaco: con todo respeto ¿Qué tiene Gualeguaychú de encantador?
La ciudad en sí misma es muy fea, la ribera del rio está muy descuidada, no le vi ningún atractivo. El balneario no sé como será pero es agua de río .....
Todos sabemos como es Noemí. Ella no necesita obsecuencias. Estas notas no han pretendido idealizar a nadie, porque sino también hubiese tenido que deshacerme de elogios para Rolo y obviamente para tu primita. Hubo que resaltar o inventar algunos defectillos para tomar las cosas con un poco de humor. Flaco, esta serie es una de esas notas light sin ninguna pretensión didáctica ni análisis enn profundidad sobre cualidades y defectos. La discrepancia forma parte de la democracia y la acepto de muy buen grado. Un abrazo grande a vos y a Marta.
Me encantaron las tres entregas! Hice el viaje con Uds, Besos.
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