20 de junio de 2009

Nostalgias del campo argentino - Frutas y verduras

La palabra nostalgia, que según la Real Academia Español, en su segunda acepción, es “Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida” quizás no define exactamente el sentimiento que se pretende transmitir en estas líneas. En este caso particular eliminaría al vocablo “tristeza” pues la sensación es más bien un recuerdo agradable de una época pasada.

Se puede sentir nostalgia por muchas cosas y no es cuestión ahora de ahondarnos en las profundidades del alma y todo eso, sino que nos limitaremos tan sólo a aplicar la palabra a algo que puede ser pueril y hasta intranscendente, esto es: el tipo de nostalgia que pasa por el estómago, ese órgano que sólo entiende de necesidades básicas y primitivas.

Y es que a través de estas notas (tal vez esta sea la primera de una serie) lo que pretendo es rendir un homenaje personal al campo argentino, dónde pasé casi cuatro años de mi infancia en los que aprendí a amar la naturaleza en su conjunto.

De los animales quizás hablemos otro día pero hoy le toca exclusivamente a los productos que la tierra nos brindaba con tanta generosidad. ¿Cuál ha sido el disparador de esta nota? Una simple conversación en el entorno familiar en la que el tema era el poco sabor que tienen las frutas y en menor grado las verduras que se adquieren en los comercios, mercadillos o ferias.

Inmediatamente me vino a la mente la comparación entre esta realidad y lo que yo había vivido allá lejos y hace tiempo. Podemos decir que un producto es mejor o peor sólo si podemos compararlo, y eso sí que puedo hacerlo sin dudar un segundo.

Ubiquémonos en el tiempo. Transcurría el año 1947 cuando las vicisitudes familiares como secuela de la Guerra Civil española, nos llevaron hasta el puerto de Buenos Aires después de una travesía en barco de 22 días. La familia quedó desmembrada y a mí me tocó ir a vivir a una chacra (casa rural) que unos tíos tenían en el área de la ciudad de Arrecifes, zona fértil por excelencia con tierras inmejorables para el cultivo.

Allí comenzaron tres años de asombro en contacto directo y como testigo de primera mano de lo que la naturaleza podía ofrecernos. De las pequeñas parcelas difíciles de trabajar en España pasamos a enormes campos de una tierra negra de primerísima calidad en la que brotaba rápidamente cualquier semilla, con la ayuda de lluvias regulares que aportaban el riego necesario sin necesidad de aplicar técnicas ideadas por el hombre para lograr ese objetivo. La naturaleza lo hacía todo generosamente.



Mi tio Francisco, que había emigrado hacia Argentina allá por los años veinte junto con su esposa, la tia Antonia, había construido no con poco esfuerzo una casa cómoda y confortable y había plantado alrededor de cien árboles frutales. Las verduras tenían también su sector exclusivo en un espacio de unos 20 por 80 metros, cercado con alambre tejido para impedir la entrada de animales que pudieran pisotear lo que cultivaba con tanto esmero.

La conversación familiar mencionada más arriba se refirió que un par de sandías compradas en un supermercado “no tenían gusto a nada, parecía agua”, lo mismo que unos melocotones (duraznos en Argentina) que resultaron desabridos. Allí comenzó mi comparación personal. Me vinieron a la mente los surcos de casi 200 metros en los que crecían y maduraban las sandías en sus plantas que se extendían arrastrándose por el suelo y que llegaban a alcanzar tamaños descomunales si se les permitía completar el crecimiento en su ambiente natural.


Visualmente el espectáculo que ofrecían las centenares de sandías era asombroso por sí mismo. Sólo consumíamos tal vez menos del uno por ciento de esa producción que crecía sin cuidado alguno. Para saber si un sandía estaba “a punto” se practicaba el “calado”, que consistía en hacer un corte triangular y extraer esa porción para degustarla y decidir si la llevábamos o no.O directamente partirla por la mitad. Si no era de nuestro agrado la desechábamos. Las que no eran recogidas lógicamente se echaban a perder, con excepción de las que dábamos a los cerdos, un verdadero manjar para ellos. Como es de suponer comíamos sólo la parte central, el “corazón” que es lo más sabroso.

En aquella época no había neveras y las sandías maduraban a pleno sol. ¿Cómo se hacía para refrescarlas? Muy simple: se colocaban en una bolsa que se bajaba con una soga hasta la napa subterránea de agua helada, en el pozo abierto en la base del molino de viento que extraía el agua para consumo nuestro y de los animales. Todo por energía eólica; nunca faltaba el agua pura y cristalina.

Con los duraznos o melocotones y otras frutas que se recogían de los árboles, sucedía algo parecido. Era tal la cantidad que a veces las sobrecargadas ramas se rompían, y en ocasiones alguna ráfaga de viento fuerte hacía caer los frutos que ya estaban maduros. Una parte de la fruta caída era destinada también a los cerdos. Otro festín para los felices puercos.



Además de duraznos de diversas clases, había también ciruelas rojas y amarillas, peras, albaricoques (damasco) membrillo, nísperos, granadas e higos. Cuando nos apetecía alguna fruta en especial no teníamos más que ir al árbol y con la vista y el tacto elegíamos la que estaba a punto. Los duraznos eran enormes en su justa maduración, su piel aterciopelada y con un sabor increíble. Quien tiene que comprar en los supermercados y no ha vivido esa experiencia, obviamente no podrá saber hasta donde llega la diferencia de sabor.

Claro, como todos sabemos, la fruta se recoge verde y la maduración se produce fuera de su ámbito natural. Las higueras abarrotadas eran siempre una tentación. Trepábamos al árbol y sentados en una rama nos dábamos un festín de higos maduros y muy dulces. Los pájaros también participaban del banquete; sobraba para todos. Los que caían? a los exultantes chanchos que nos recibían con su clásico honk honk!.Esto se repetía con todas las frutas que estaban a nuestra disposición.

Desconozco como está actualmente el campo argentino, pero en aquella época era un verdadero paraíso terrenal. Era tal la abundancia que mi tia Antonia llenaba decenas de botellas con duraznos y peras cortadas en trozos para guardarlas “en conserva” para el invierno. El sector de las verduras era cultivado exclusivamente por mi tio Francisco. No permitía que nadie “metiera mano” en sus plantíos. El resultado como puede suponerse, también era de primera.

Lo que más recuerdo son las plantas tomateras con sus ramas sostenidas por cañas entrecruzadas. Los tomates recogidos en su momento justo eran grandes, de un rojo intenso y un sabor que no tiene comparación alguna con los que actualmente llevamos a nuestras casas. Lechugas, acelgas, zapallos, chauchas (judías verdes), todo era apetecible. Para regarlas mi tío había abierto surcos que serpenteaban a lo largo de los distintos sembrados y casi diariamente no tenía más que abrir un grifo en la cañería conectada al tanque australiano que se mantenía siempre lleno con el agua que extraía el molino. ¿Queríamos papas (patatas)? Pues no había más que desenterrar una planta y llevarnos sus raíces. Del campo a la mesa en cuestión de minutos; mejor imposible. 


¿Y los huevos? No hacía falta mirar la fecha de caducidad, ya que se sacaban directamente de las gallinas ponedoras que acababan de cumplir con su función. Los que no estaban dedicados se dejaban en nidadas de aproximadamente veinte para que las gallinas que los habían puesto, fertilizadas previamente por los felices gallos, los empollaran hasta que los pollitos perforaban las cáscaras y venían al mundo, ya para convertirse en gallos o en plato suculento de alguna comida.

Los huevos fritos eran servidos a razón de cuatro por persona. La palabra hambre era desconocida. Otro día hablaremos de la faena de los cerdos, noble animal del que se aprovecha casi todo. La Madre Tierra no daba también las esponjas naturales que se utilizan para el baño y no tienen nada que ver con las sintéticas. ¿Por qué nostalgia del campo argentino? Por todo lo que ha quedado expuesto, en parte, en los párrafos precedentes.
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5 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy lindas tus reflexiones José sobre esos hechos íntimos que a través de la tierra marcan tus recuerdos.
Gracias por ello. Marta Cristina

martagbp dijo...

Por lo expuesto, amén. He tenido la suerte de compartir en mi niñez-y en la zona de 9 de Julio, Santos Unzué y Junín-, tus mismas impresiones como así las cálidas tardes de "robar" frutas a mi abuelo o pasear con el sulky con mis hermanos y primos tras el ganado. Lo que más me impresionaba era el alto de los maizales y la llamada "chata rusa". También había colmenares que por alguna travesura alguno soltó las abejas y...a correr y meterse en el tanque australiano!!!

José T. dijo...

Gracias a las dos Martas. Creo que seguiremos compartiendo otras facetas de la vida de campo, que hay muchas muchas..y al fin encontré un medio para recordarlas, aunque más no sea para mi coleto. Tal vez los nietos algún día quieran enterarse de como fue -en parte- la infancia del abuelo. A mi me hubiese gustado saber algo del mio, pero no tengo/sé NADA. Un beso a las dos.

flaco dijo...

A José, José...TODO ES HISTORIA..y veo que la sabés contar muy bien. Los que alguna vez conocimos el "campo" (todas mis vacaciones de mi infancia hasta los 12, años las pasé en una estancia de los abuelos de mis primos paternos en la localidad de Tapalqué)nos enamoramos de ese no se qué que tenía el campo y su gente. Esta es la historia que me gustaría que cuenten todos LOS PRIMOS en primera persona para que los primos que vienen atrás sepan como eran y porque son así los primos mayores.

José T. dijo...

A flaco. Veo con satisfacción que hay otros seguidores del blog que también han tenido experiencia con la vida en el campo. Ellos podrán ratificar que es verdad lo que se cuenta en la primera de esta serie de notas. Pero ojo! No todo es color de rosa en el campo. También hay momentos difíciles, o sea que el fiel de la balanza está en su punto medio. Slds.