26 de junio de 2015

El desierto de los tártaros (Dino Buzzati)

- Libro nro. 344 leído en este blog -

Desempolvando libros "olvidados"...

Género: Novela 
Año:          1940
Páginas:  270
Título originalIl deserto dei Tartari 
Traducción:   Carlos Manzano

Valoración:   Excelente      Muy bueno     Bueno      Regular/Aceptable       Malo

Libro interesante aunque en realidad ocurren "pocas cosas" y ninguna espectacular. No obstante, esas "pocas cosas" parecen haber bastado para que los entendidos en la materia consideren esta novela como una obra maestra de Dino Buzzati. Como lector me sentí atrapado por este texto lleno de simbolismos, que no pude abandonar hasta conocer el desenlace. 

Como muestra de respeto hacia quienes saben de literatura, pienso que lo más acertado es invitar al lector potencial a que lea el prólogo escrito por Jorge Luis Borges. Es la mejor reseña y sinopsis que se pueda encontrar, sin duda. 

*

Prólogo de Jorge Luis Borges 

Dino Buzzati nos ofrece múltiples lecturas de la magnífica novela El desierto de los tártaros. Se trata de una obra intimista, profunda, reflexiva, pero sobre todo fascinante.
Cuenta la historia del oficial Giovanni Drogo que recibe su primer nombramiento para acudir a la Fortaleza Bastiani. En aquel lugar desconocido iniciará su carrera militar.
Drogo emprende el viaje hacia su nueva vida cargado de la inocencia necesaria que le impide imaginar lo que ahí le espera. El camino del viaje parece interminable, es incierto, duro y sombrío. Tras muchas horas se encuentra con el coronel Ortíz, que le dará información sesgada sobre la vida en la Fortaleza. Le explica que ahora es una guarnición de menor importancia, limítrofe con el desierto de los tártaros, pueblos enemigos del norte, a los que desde hace muchísimos años no se les ven, y que antiguamente pertenecer a la Fortaleza Bastiani representaba un honor, pero ahora, a pesar de todo, seguía siendo un puesto de frontera.
Un desfiladero de quinientos metros de ancho se extiende ante su mirada: una inmensidad incontrolable y, ahí plantada, solitaria, fuerte, recia, rotunda, inasequible, se encuentra la Fortaleza.
A Drogo, al verla por primera vez, absolutamente desnuda y silenciosa, le pasa por la mente la idea de una cárcel, quizá también la de un castillo abandonado. Desolada al igual que todo lo que su vista alcanza, aquel reducto parece hostil, sin embargo, al capitán Ortiz, esa imagen le alegra el semblante, como si se tratara de un prodigio, del ansiado regreso al hogar, a pesar de vivir ahí hace dieciocho años.
La vida dentro del bastión es sumamente dura, no hay concesiones para la belleza, ni para el calor. Los centinelas que vigilan las torres se mueven con calculados movimientos, que los hacen parecer autómatas dentro de un juego controlado a distancia.
Giovanni está decidido a pedir su traslado en cuanto sea posible, nada lo detendrá en ese lugar. Sin embargo, sus superiores logran convencerlo de quedarse tan sólo cuatro meses, tiempo suficiente para que su expediente acumule méritos por este motivo y obtenga un mejor destino.
Muy pronto descubre la soledad. No se trata sólo del aislamiento, sino de la soledad del alma. Drogo que contaba los días y los meses que le faltaban para salir de aquel lúgubre asentamiento, sin darse cuenta empieza a sentir emociones opuestas: no soporta más estar ahí encerrado, a la vez que un misterioso sentimiento de pertenencia se apodera de él.
Inconsciente del paso del tiempo y de que la primera juventud había escapado ya, Drogo empieza a saborear las glorias venideras, el reconocimiento público de la heroicidad de todos los hombres que, como él, permanecen al pie del cañón esperando al enemigo, que algún día aparecerá.
Prosdocimo, el viejo sastre, lo alerta para que no se deje embaucar por los sueños de los otros; que nunca habrá una guerra con los tártaros; que la Fortaleza fagocita a sus habitantes, les roba la vida, sin embargo Giovanni prefiere seguir creyendo que su momento de gloria llegará desde el norte. Esta idea fija se convierte en la motivación que le permite seguir confinado en aquel valle, encerrado en la tétrica fortaleza.
Cuatro meses  más tarde, la cotidianidad ha dominado su vida. Prefiere no marcharse, oculto detrás de un supuesto sentimiento heroico. Los hábitos lo atrapan en una tela de araña formada por vagos sentimentalismos. Hasta podría decirse que por momentos saborea la felicidad de la renuncia a los pequeños placeres de la vida civil, el amargor de la vida espartana le hincha el pecho de satisfacción, convenciéndolo de su superioridad sobre los otros que apresurados buscaron salir de la Fortaleza.
Mientras tanto, el tiempo se le escurre a toda velocidad.
Se considera dueño de un destino privilegiado para el cuál no es necesario esforzarse. Simplemente hay que esperar, aparecerá de pronto, y ahí estará él, para recibir las mieles de la vida. Alguna vez lo asaltaban temores, pero siempre apartaba esos pensamientos; incluso en algunas ocasiones presintió la llegada inmediata de su sino, que lo encumbraría por encima de todos los demás hombres.
De pronto, con el ánimo mermado de los habitantes del reducto, algunos oficiales vislumbraron por el lejano horizonte del norte unos pequeños puntos negros que parecían avanzar hacia la Fortaleza. El gran día había llegado, ahora era una realidad lo que por momentos habían dudado. Para Drogo este mínimo hecho fue suficiente para convencerse de que jamás había estado equivocado, de que el camino que eligió era el correcto, todo volvía a tener sentido.
Pero aquellos puntos negros eran brigadas del Estado que venían a reconocer el terreno para actualizar los datos. Ni siquiera llegarían hasta la Fortaleza. No se trataba de la ansiada invasión por parte de los tártaros. Una gran desilusión cubre a todos los oficiales.
En una ocasión se presentó una misión aparentemente menor en la que Drogo no quiso participar. Angustina, uno de sus compañeros más cercanos, murió en ella y las circunstancias se tejieron de tal manera que fue considerado un héroe muerto en batalla.
La envidia revoloteaba en muchos corazones, pero sobre todo en el de Giovanni. A veces, sin luchar contra el enemigo, el destino es generoso con algunos. Tuvo las mismas oportunidades que el muerto, pero no las aprovecho por despotismo.
El comandante Ortiz lo anima a regresar a la ciudad, después de cuatro años de servicio, le dice: “Márchese a la ciudad mientras aún está a tiempo…, no todos han nacido para ser héroes.” “Ya ha visto otros casos, se han quedado aprisionados aquí dentro…, viejos a los treinta años.”
Finalmente nuestro hombre sale de la Fortaleza. Le cuesta  dejar todo aquello, no quiere mirar atrás, y se esfuerza por seguir hacia adelante. Con pena regresa a la ciudad, confiado en que aún es muy joven y tiene todo el tiempo por delante. Ahí se siente como un desarraigado, añora lo que dejó. Todo ha cambiado. Sus amigos ahora están muy ocupados. Parece que nadie lo ha echado en falta. Su madre muere, la soledad lo engulle. Cuando visita a una antigua amiga se da cuenta de que aquel sentimiento que alguna vez pudo existir entre ellos se había desvanecido.
En la ciudad visitó al comandante de la división para solicitarle un nuevo destino, pero éste le informó que estaba en macha un programa de reducción de personal de la Fortaleza, y que las solicitudes se atendían por orden de llegada o en base al expediente. Lamentaba de que Drogo no estuviera informado, y el proceso de reubicación tan avanzado, por lo que sólo podía regresar al lugar que había sido su hogar durante los últimos años. Lleno de rabia, Drogo analiza la mezquindad de sus compañeros que prefirieron callar para que él no se adelantara. Jugaron con ventaja. Se habían reído de él, le habían tomado el pelo fácilmente. A pesar de todo, durante el camino de regreso, en el fondo de su alma se alegra de no haber tenido que alterar su estilo de vida.
El teniente Simeone, uno de los últimos militares en llegar a la Fortaleza creyó ver con una lente de mayor potencia que las del reducto unos puntos negros, nuevamente aparecía la amenaza. Drogo dio el aviso pero los altos mandos diluyeron el rumor. Simeoni entregó su lente en consigna y evitó volver a hablar sobre el tema para no causar revuelo entre sus compañeros.
Más adelante comprobaron que efectivamente habían destacamentos que construían una carretera en mitad del desierto. Renació la esperanza. Contemplaron la posibilidad de que la ansiada invasión estaría por ocurrir. Todos esperan alertas en sus puestos la invasión del enemigo.
Sin embargo, han tenido que transcurrir quince años para que algo suceda en esa carretera.
Giovanni disfruta de permiso durante un mes para estar en la ciudad y a los veinte días regresa. Tampoco ahora es consciente de que su juventud se ha ido. Cansado y viejo empieza a enfermar. Su animo sigue como el primer día, aunque haya sufrido altibajos y algunos cuestionamientos durante todos estos años.
Llega el día en que Ortíz se marcha de la fortaleza porque está jubilado. Nuevos aires llegaran, piensa Drogo. Moro, su nuevo ayudante tiene una mirada parecida a la suya cuando llegó, llena de ilusiones e ingenuidad. Le hubiera gustado advertirle de que no se quedé en ese sitio, pero no lo hace.
Su salud empeora y recluido en su habitación espera con abnegación la mejoría a una enfermedad que el médico de la fortaleza no sabe diagnosticar.
Su existencia se llena con una nueva esperanza y una espera más. Sabía que no le quedaba mucho tiempo para el retiro, lo asignarían a otro puesto para terminar su carrera militar. En ese lugar debería seguir hasta el último momento, por si ocurriera algo.
Ya sin fuerza para nada, Drogo escucha tirando en su cama la agitación que hay  en la Fortaleza Bastiani. El alto mando enviará refuerzos, lo dice en su carta, porque el enemigo se acerca. Giovanni siente que la vida, finalmente lo trata con justicia, a pesar de que nadie lo toma en cuenta para las decisiones importantes. Se lamenta de la inoportunidad de los enemigos, pues con sólo llegar una semana más tarde, él podría estar al frente de las operaciones militares. Simeoni lo aparta, lo engaña y se ríe de él. Cree que está rodeado de enemigos: los subalternos, pero eso poco importa. Drogo sigue muy enfermo, no puede estarse en pie, tampoco le permiten participar en nada, a pesar de ser el segundo mando, por lo que vuelve a su habitación.
Simeoni lo saca de la Fortaleza con engaños y lo manda a la ciudad supuestamente para que se recupere. Drogo se resiste lleno de ira, toda una vida entregada a esperar este momento y ahora que ya está aquí lo quitan de en medio con total facilidad.
Hay una hermosa carroza que lo espera, mientras los enemigos ya están a los pies de la Fortaleza. Por el barullo nadie presta atención a Drogo. Los caminos están intransitables. Piensa en los jóvenes que llegan de la ciudad a recibir honores sin mérito alguno, y él con una vida entregada a ese momento, tiene que salir. Todo acababa.
Fue entonces cuando vio como su vida terminaba de la forma miserable: solo en el mundo y expulsado de la Fortaleza Bastiani como un apestado. La carroza para en una pensión para pasar la noche. Drogo lo ha perdido todo, una broma macabra del destino lo tiene ahora así, hecho un despojo.
Su espíritu militar no se rinde y decide vestir su mejor traje de gala, para al menos, morir dignamente.
Como en las tragedias clásicas, al hombre con un destino equivocado que nunca quiso ver su realidad, los dioses lo castigan sin piedad hasta las últimas consecuencias.
A modo de “coro griego” los elementos externos describen el estado de ánimo y los sentimientos de los que viven aislados en aquella fortaleza.
Desde el primer momento el autor va apuntando lo que será el destino de Drogo mediante elementos externos, por ejemplo, cuando estrena el uniforme de sargento no descubre en su cara la alegría que esperaba encontrar. Los paisajes son desolados, apocalípticos, casi místicos, y nada  hace concesión para el bienestar.
No hay escenas felices, ni alegres, todo es rigor militar llevado al máximo extremo, que por momentos roza el absurdo.
Estos elementos hacen que la crítica coloque su obra en la misma línea de Kafka. Siempre hay un inocente solitario que es víctima del sistema. Ciudadanos K.
De planteamiento kafkiano, El desierto de los tártaros analiza en profundidad el tema de la postergación, el aplazamiento, la pasividad existencial del individuo, sin lucidez que le permita cuestionarse la posibilidad de estar equivocado. No se atreve a vivir el futuro, como si el tiempo no huyera de su lado, porque para él, ese futuro nunca llega.
Con un estilo cargado de simbolismo y metáforas, en ocasiones a través de la adjetivación, el lector percibe la opresión que el personaje debería sentir.
Sin referencias cronológicas, el lector puede situarse en el siglo XIX, mediante palabras introducidas con astucia para ello, como por ejemplo: lente, carroza, lacayo, monóculo, etc.
La considero de lectura imprescindible, y por supuesto muy recomendada. Esta obra quizá encuentre lectores reacios, pero ya se sabe que siempre lo bueno requiere mayor esfuerzo, y si no, que Drogo les explique sus miserias…

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Poster de la versión cinematográfica

El autor 

Dino Buzzati Traverso, el segundo de cuatro hijos, nació el 16 de octubre de 1906 en Belluno, Italia, en el seno de una familia acomodada. Desde muy joven manifestó las que iban a ser las aficiones de toda su vida: escribía, dibujaba, estudiaba violín y piano, además de la pasión por la montaña a la que dedicó su primera novela, Bárnabo de las montañas (Bàrnabo delle montagne) (1933). A instancias de su familia —especialmente su padre— emprendió los estudios de Derecho, pero en 1928, antes de licenciarse, empezó a trabajar de aprendiz en el Corriere della Sera, el periódico en el que colaboró durante toda su vida. El éxito obtenido con su primera novela, la ya citada Bárnabo de las montañas, no se repitió con la siguiente El secreto del Bosque Viejo (Il segreto del Bosco Vecchio) (1935), que fue acogida con indiferencia. Enviado especial del Corriere a Addis Abeba en 1939 y reportero de guerra en 1940 en el crucero Río, ese mismo año publicó el libro con el que alcanzó fama internacional y que es unánimemente considerado como su obra maestra, El desierto de los tártaros (Il deserto dei Tartari): en vísperas del conflicto, imaginó la alegoría existencial del teniente Giovanni Drogo, destinado a que su existencia transcurra en una fortaleza perdida, en una época sin precisar, en la inútil espera de un enemigo que no llega. (En 1976 Valerio Zurlini la adaptó y realizó una película muy sugestiva). Falleció el 28 de enero de 1972 en Milán.
(Fuente: Wikipedia)
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