11 de noviembre de 2010

Una excursión de la tercera edad (II)

(Dedicado a mis compañeros de viaje)

Después de una noche de sueño reparador, los viajeros de la tercera edad, se reunieron en la mesa del desayuno que consistió en café con leche, medias lunas, tostadas, manteca, cuatro variedades de mermeladas, jugo de naranja exprimida; todo a discreción. Excelente.





Esta buena manera de comenzar el día provocó comentarios laudatorios, extensivos también a la guía Noemí por lo acertado de su elección y también, por qué no, para insuflarle ánimos en su tarea de dirigir la excursión por los derroteros que le parecieran más adecuados.




Alentada por los elogios, la guía trazó el plan de la jornada, mientas el chofer Rodolfo, Beatriz y José no podían ocultar una sensación de alivio al no tener que preocuparse por nada, ni siquiera pensar, tal era la confianza depositada en la entusiasta jefa del grupo.



El primer objetivo de los excursionistas era el Palmar de Colón, a 40 kilómetros, y hacia allí se dirigieron por una carretera poco transitada y bajo un cielo azul sin nubes a la vista.

Pero no todo anduvo sobre ruedas. Desde la salida misma del hotel, el chófer Rodolfo se mostró dubitativo sobre si debía girar a la izquierda o a la derecha; parecía no recordar que la noche anterior había hecho el mismo trayecto. “Para allá!” le ordenó la guía, sin precisar a cual de los cuatro puntos cardinales se refería.

Beatriz y José intercambiaron una mirada de preocupación. Habría que estar atentos ante estos primeros cortocircuitos entre la guia y el chófer; de ellos dependía llegar a algún sitio o perderse en la Argentina profunda.

La salida de Colón tampoco fue fácil. El primer intento por encontrar la ruta falló, y el chófer Rodolfo tuvo que dar dos o tres vueltas a la plaza principal de la ciudad mientras la guia buscaba afanosamente la arteria en un plano que había rapiñado en el hotel. La catedral, la Municipalidad y el edificio del Banco de la Nación desfilaba una y otra vez ante los ojos de los azorados Beatriz y José, que observaban un respetuoso silencio.




Finalmente, el bólido rojo se ubicó sobre la cinta asfáltica que en línea recta los llevó hasta el Palmar, 12.000 hectáreas salpicadas de palmeras, ¿qué otra cosa podía ser?.

En la entrada, el Fiat se detuvo cuando una bonita muchacha se aproximó con un ominoso talonario dispuesta a cobrar el ingreso. El chófer Rodolfo obló los 40 pesos de rigor, pero entonces alguien del grupo le preguntó si los jubilados pagaban. La joven observó los rostros de los viajeros y no le quedaron dudas de eran personas de la tercera edad. El ego quedó lastimado pero el bolsillo agradecido, pues solo Rodolfo tuvo que pagar sus 10 pesos, no por su rostro juvenil sino porque no ha recibido aún los beneficios de alcanzar la categoría de geronte.

Felices por haber usufructuado su condición de pensionados, los viajeros iniciaron el recorrido hacia el extremo opuesto del Palmar, que está delimitado por el rio Uruguay, a doce kilómetros de distancia, por caminos de tierra apisonada..

Algunos carteles advertían sobre la presencia de animales sueltos, pero cuatro pares de ojos que oteaban en busca de algún bicho de cuatro patas, fracasaron en el intento. Así llegaron al área de servicios del Palmar, con el chófer Rodolfo visiblemente aliviado pues el sendero era el único posible, sin posibilidad de desvío.


Allí encontaron los animales sueltos, representados por una pareja de lagartos que habían salido de sus madrigueras para recibirlos. Los visitantes, que ya habían estado anteriormente en ese sitio, extrañaron la presencia de miles de cotorras que desde las copas de los árboles solían inundar el lugar con sus ensordecedores trinos o graznidos o como se llame. Tal vez esta no era la época propicia.

Descendieron hasta la ribera del río a través de una tupida vegetación y allí, la guia Noemí comenzó a planificar el siguiente destino, aunque no estaba muy convencida sobre el rumbo. Rodolfo, reivindicando su condición de chófer, decidió ensayar una posición de firmeza y de pie sobre una elevación, señaló sin dudar cual era la dirección correcta.


Aventada toda duda y antes de abandonar el lugar, el grupo decidió visitar ciertas ruinas siguiendo las indicaciones de carteles a través de estrechos senderos entre el bosque. El calor y el cansancio hicieron mella rápidamente en los físicos de los viajeros, que por momentos dudaban si continuar o emprender el regreso.

Nuevamente la guia fue quien tomó la decisión de seguir hasta el asentamiento arqueológico. Cual no sería su sorpresa cuando al llegar, agotados y con las gargantas secas, vieron en una explanada que otros visitantes más avispados habían llegado en sus automóviles. En ese momento comenzó a germinar la idea de descontar a la guía algunos puntos por no haberse informado previamente.

La guía Noemí presentó nuevamente su dimisión, pero rápidamente fue ratificada en el cargo mediante otra votación a mano alzada. Dotada de nuevos poderes la guía ordenó el regreso a través de un kilómetro de denso bosque hasta llegar al coche. En el trayecto de vuelta los vapuleados excursionistas se detuvieron en un par de miradores desde los que se apreciaban palmeras y más palmeras, pero ningún espécimen de la fauna.


Próximos a la salida, José decidió poner la nota de espectacularidad a esta visita: se trepó a una palmera y aferrándose a dos ramas cual un Tarzán moderno, comenzó a columpiarse en el aire y haciendo valer su contextura física inclinó el grueso tronco hasta casi el suelo. La hazaña quedó documentada.

Al abandonar el Palmar y como es de suponer, el chófer Roldofo tomó la dirección contraria. Menos mal que cuando habían avanzado ya diez kilómetros, la guía, con buen tino, ordenó inmediatamente girar en redondo y emprender el regreso a Colón, no sin antes hacer una escala en la localidad de Villa Elisa. Allí, en una terminal de autobuses, los viajeros tomaron un frugal almuerzo consistente en bocadillos y gaseosas.





Con cierta aprensión, pidieron cuatro cafés –eso tan común en cualquier sitio- pero ocurrió lo que tanto temían: no habría café porque “la máquina esta rota”. La maldición del café sobrevolaba nuevamente a los viajeros.

En Villa Elisa visitaron una vieja estación de tren y continuaron viaje hacia Colón. Pero la guía tenía otros planes y decidió visitar el pueblo de Liebig, conocido por albergar la fábrica de cárnicos donde se elaboraba la carne enlatada Corned Been hace ya algunas décadas.

Esta vez el caos fue total. Desvíos por obras en la ruta, caminos de tierra sin carteles contribuyeron para que el Fiat con un estoico Rodolfo al volante, circulara como bola sin manija, yendo y viniendo por ignotos caminos que, por esas cosas del destino, condujeron finalmente a los viajeros hasta la población, muy cerca de Colón.



La tarde ya había caído. Regreso al hotel y a cenar al restaurante de la víspera. Después de comer opíparamente, José hizo un acto de valentía y ordenó cuatro cafés. Nuevamente dilaciones, consultas, manos afanosas en la máquina. Tras una prolongada espera, llegaron los cafés y con una sorpresa agradable: la casa invitaba. Había habido problemas con el café pero esta vez con un final feliz.

De regreso al hotel, el chófer pasó de largo la calle en la que debía girar y los viajeros terminaron en la orilla del río. Reorientación y llegada al hotel. Todo esto ya parecía normal.

El día siguiente sería el último de esta mini gira.
*

3 comentarios:

martagbp dijo...

Hermosa y divertida segunda parte (a pesar del dicho de "segundas partes..."). Espero más!

flaco dijo...

Estoy de acuerdo con Marta, pero dos cositas:1ª)le pegan muy duro a la guia y eso no lo voy a permitir ya que la defiendo a muerte y aparte me parece que se aprovecharon de ella y 2ª) no es geronte sino geronto.
Amèn.

José T. dijo...

A flaco: La guia sera reivindicada como corresponde en la tercera y última nota. Me extraña que usted, Sr Flaco, todo un gentleman, ventile publicamente un error lingüistico involuntatario. Claro que es geronto y no geronte, pero a veces estas cosas ocurren, por culpa de la gerontocracia. Un abzo.