Un día, hace ya muchos años, escuché en la radio una pieza musical ejecutada en guitarra por un, para mí, ignoto Paco de Lucía. Era una especie de rumba flamenca titulada "Entre dos aguas", una de las pistas de un long-play que estaba siendo promocionado. Nada más concluida la interpretación, supe que era algo diferente a las versiones de flamenco de tantos guitarristas notables de la época.
Con ganas de más, compré el long-play y pude ver el rostro del artista ocupando la tapa. Escuché el resto de las pistas y a partir de ese momento, ese tal Paco de Lucía pasó a engrosar la lista de mis favoritos, a tal punto que fui adquiriendo los discos de vinillo de larga duración que siguieron a Entre dos aguas. Esa música tan particular me acompañó en muchos de los quehaceres domésticos. Más adelante pude ver a ese guitarrista andaluz en televisión y el placer fue total. Las expresiones de su rostro iban en consonancia con el ritmo que imprimía a sus interpretaciones. Me pareció fascinante.
En esa época mis dos hijos mayores estudiaban guitarra y lo hacían con todos los aditamentos de la música: el tedioso solfeo y la lectura de partituras. Los estudios de los vástagos se fueron diluyendo con el tiempo, pero como la guitarra estaba en casa, yo también intenté algunos rasgueos, sólo como curiosidad; lo mío no paso de ahí. Pero quienes alguna vez han pulsado las cuerdas de una guitarra sin duda saben que no es fácil (lo mismo debe ocurrir con cualquier otro instrumento).
Todos fuimos creciendo con el paso de los años y Paco de Lucía también. Seguía su trayectoria con verdadero interés y me complacía que se hubiese convertido en un artista de renombre internacional, poco menos que venerado por (¿tendría que decir "casi"?) todos los públicos que gustan del flamenco.
Por carecer de conocimientos musicales profundos sólo puedo hablar a partir del sentimiento. Me parecía que ese artista era absolutamente sincero, que su música salía de esos dedos maravillosos y también del corazón, como más adelante escuché en sus propias declaraciones. Nunca percibí en ese portentoso guitarrista el menor atisbo de soberbia; la mesura y la humildad primaban en sus declaraciones.
Otra cosa era con su guitarra, con la que difundió el flamenco como nadie hasta ganarse la admiración del grupo más especial, el de sus propios colegas. Algunos puristas podrán decir que se apartó de las raíces del flamenco con sus innovaciones, al mezclarlo con otros ritmos, como el jazz, la rumba, la música brasileña y algún otro que ahora no recuerdo. Estrellas de la talla de John Mclaughlin y Al Di Meola supieron de su compañía para gestar sendos long-play. Dueño de una técnica perfecta, al decir de los entendidos, incursionó también en temas clásicos, como El concierto de Aranjuez, Czardas de Monti, etc. pero su fuerte fue siempre el flamenco.
Las comparaciones siempre son odiosas. Por eso, quienes afirman que fue el más grande guitarrista español, chocarán sin duda con los que sostienen que ese sitial le corresponde a Andrés Segovia. Pero son dimensiones distintas. Dejemos a los dos en el sitial más alto y todos quedaremos conformes.
Andrés Segovia, en lo clásico tal vez haya sido incomparable por la atmósfera propia que creaba con su guitarra. En fin, que lo digan los expertos. Otros mencionarán a Narciso Yepes y su guitarra de 12 cuerdas.
Todos fueron únicos como lo fue también el genial Francisco Sánchez Gómez, más conocido com Paco de Lucía.
JT*
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