Quienes conocen Buenos Aires tal vez hayan pasado más de una vez por el cruce de la calle Maipú y la avenida Córdoba, en el radio céntrico de la capital argentina.
En una de sus ochavas, una agencia de viajes, uno de los símbolos de la época actual, ocupa el lugar en el que hace más de medio siglo abría sus puertas uno de los sitios tradicionales del Buenos Aires de entonces, la Confitería St. James, del más puro estilo inglés.
Recordemos que en Argentina se denomina Confitería a aquellos establecimientos que ocupan un escalón jerárquico superior al de los bares tradicionales. Había muchas Confiterías en la década de los 50 –y las sigue habiendo en la actualidad- pero la St. James gozaba de un prestigio particular.
Sus cuatro grandes ventanales de vidrio –dos en la ochava, con la puerta de acceso entre ambas, y otros dos sobre Maipú y Córdoba- estaban enmarcados por paneles de lustrosa madera de color caoba. El resto de la fachada lo constituían placas de mármol de una tonalidad rosada, salpicada de manchas más ocuras.
En el interior, las mesas cubiertas de inmaculados manteles blancos y flanqueadas por sillas tapizadas en cuero, estaban distribuidas de manera tal que se podía pasar entre ellas sin necesidad de desplazar los mullidos asientos. Los camareros, o mozos, vestían impecables chaquetas blancas y pantalones negros, en perfecta armonía con el lugar. La iluminación interior provenía de paneles que no arrojaban una luz directa sino algo difuminada. Todo un detalle de buen gusto para su selecta clientela.
Quienes, como yo, permanecían muchas horas del día frente a la entrada del establecimiento habían llegado a reconocer a muchos de sus clientes habituales, dado que la St James, más que un lugar de consumo al paso, era un punto de cita obligada para numerosos miembros de la colectividad inglesa que residían en Buenos Aires.
Los desayunos y la sesión de té de las cinco de la tarde eran momentos de distensión y sosiego para los clientes cuyo nivel social les permitía generalmente olvidarse de las urgencias del reloj.
A la distancia, me parece ahora extraño que un sitio tan distinguido hubiese permitido que delante de uno de sus ventanales, junto a la puerta de acceso, se instalase diariamente un quiosco de venta de diarios y revistas cuya tosquedad desentonaba notoriamente con el establecimiento. Un verdadero misterio.
Las dos estructuras rectangulares del puesto de venta –uno vertical apoyado contra la pared de mármol, y otro horizontal que tapaba parte del ventanal, se instalaban a las siete de la mañana y se retiraban a las nueve de la noche.
Los dos socios, Salvador Baldossino, italiano, y Juan Rouglan, francés, eran los encargados de traer y llevar, respectivamente las “instalaciones” y material de venta. Durante la noche se guardaban en el pasillo de entrada de un viejo edificio al otro lado de la avenida Córdoba, dónde hoy se levanta el Hotel Libertador, de cuatro estrellas. Así, día tras día, con sol o con lluvia.
Quizás los propietarios de St. James pensaban que el quiosco era aceptado de buen grado por sus clientes, pues éstos en su mayoría, no entraban al establecimiento sin antes detenerse y comprar los diarios y revistas que luego hojeaban o leían con toda tranquilidad.
En ese quiosco trabajaba yo durante la mañana y después de las seis de la tarde cuando regresaba del colegio secundario. Mucho tiempo no quedaba para el estudio, pero eran tiempos difíciles.
Así fui conociendo a los clientes habituales de St. James, uno de los cuales era un distinguido caballero de mediana edad que venía con regularidad caminado por la acera de enfrente de la calle Maipú. Al llegar a la esquina con la avenida Córdoba se detenía a la espera de que alguien el ayudara a cruzar la calle, debido a su incipiente ceguera.
Muchas, muchas veces era yo mismo quien cruzaba y tomándolo del brazo lo acompañaba hasta la entrada de la Confitería, no sin antes preguntarme si habíamos recibido tal o cual revista y agradeciéndome por haberlo ayudado a cruzar. Algunos veces, el caballero llegaba acompañado de su madre y entonces era ella quién lo conducía tomándolo del brazo.
Me llamaba la atención verlo tan asiduamente y un día le pregunté al francés Juan Rouglan:
¿Quién es este hombre?“Vos le llevás los diarios todos los días a su casa, en Maipú 982, primer piso”, me respondió.
“Ah sí. La Nación, La Prensa y el Herald (Buenos Aires Herald)”, recordé rápidamente.
“Es Borges”, dijo el francés.
“¿Borges? … ¿y quién es Borges?”, pregunté.“El escritor. Jorge Luis Borges”, explicó Juan.
Me había enterado así de quien era ese caballero, pero no significó nada para mí entonces. Con el paso de los años y a través de los caminos por los que me fue llevando la vida, fui tomando conciencia de la dimensión universal de la figura de Jorge Luis Borges.
No es tema de esta nota hablar sobre el Borges conocido y admirado mundialmente como muy pocos lo han sido y lo son –no tengo entidad suficiente para ello- sino referir una simple anécdota personal. Tan sencillo como eso. A lo largo de la vida he seguido fielmente una de las máximas de Borges: “Si un libro no te gusta, dejalo, no sigas leyendo”.
Y es que hurgando en la memoria, eso o algo parecido ME LO DIJO A MI, PERSONALMENTE!.
Sucedió uno de esos días en que crucé la calle para acompañarlo, llevando en una mano una de esas novelitas de vaqueros que estaban de moda en esa época y que leía en el quiosco para no aburrirme. Al llegar a la entrada de St. James, vio (tal vez en forma borrosa) el pequeño librito y me preguntó si me gustaban. Le dije que sí y entonces me aconsejó: “Leete todos las que puedas mientras te gusten”.
Parece que le hice caso pues durante mi permanencia en ese trabajo pasaron por mis manos centenares de ejemplares de las colecciones venidas de España que estaban haciendo furor en esos tiempos. Creo que dejé pocos títulos sin leer de las colecciones Rodeo, Búfalo, Bisonte, CIA, FBI, Servicio Secreto, y no sé que otras.
Ya mayor, intenté abordar las obras de Jorge Luis Borges, pero salvo algunos cuentos y Seis problemas para don Isidro Parodi, escritos en colaboración con Adolfo Bioy Caseres, no he podido asimilar en su correcta dimensión las obras que le han dado prestigio universal. Parece que es demasiado para mi intelecto, que le vamos a hacer!
No he leído mucho a Borges, pero sí mucho sobre Borges, y hasta ahora no encontré explicación sobre porque se le negó sistemáticamente año tras año, el Nobel de Literatura, que muchas veces fue a manos de escritores ignotos que regresaron al olvido después de su momento de gloria al recibir el galardón de la Academia Sueca.
No se trata aquí de trazar una semblanza, ni mucho menos, sobre Jorge Luis Borges, pero no puedo menos que mencionar algo que me ha llamado la atención: tradujo obras de Oscar Wilde a la edad de nueve u once años (según distintas fuentes). A los cuatro años ya sabía leer o escribir. Debido a que en su casa se hablaba tanto español como inglés, su crecimiento fue bilingüe.
Solo con un diccionario aprendió el alemán y escribió sus primeros versos en francés.
Borges nunca escribió una novela. A quienes le reprocharon esa falta, Borges respondía que sus preferencias estaban con el cuento, que es un género esencial, y no con la novela que obliga al relleno.
En algún momento hay que poner punto final a esta nota-anécdota, y este ha llegado.
La inconmensurable producción literaria de Borges, su relación con la política y políticos, sus definiciones, su visión sobre los militares y sobre la guerra de las Malvinas, entre muchos otros tópicos, se halla todo al alcance de quién se interese por la vida y obra de este portento de las letras que nació en Buenos Aires en 1899 y murió en Ginebra en 1986.
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6 comentarios:
Qué anécdota José! Birges es difícil pero no imposible, no? Un beso enorme de martagbp
Gracias Marta. Por favor enviame tu dirección de correo electrónico cuando puedas. slds.
te la tenias guardada, eh?? Pillo.
muy buena anécdota. Contate mas, como lo de las dictaduras en Arg y Chile (no pongas tu dirección en el blog por las dudas...)
Yo sí lo sabía, más de una vez lo contó!!! Pero está bueno recordar todo esto!
Leer a Borges no es nada difícil, es más, cada cuento se saborea como un caramelo, se paladea, se disfruta cada palabra, uno se queda asombrado por las posibilidades del lenguaje y el dominio que don Jorge Luis tenía de él. Y sun fina ironía es impagable.
Encarecidamente recomiendo sumergirse en alguno de sus cuentos. Son sorprendentes, únicos, dignos de un genio. A por ellos, que se están perdiendo algo grande !!!
Pablo tiene razón, por eso yo decía en la nota que había leído algunos cuentos de Borges de una producción que sin duda debe ser muy vasta. Otra cosa debe ser internarse en sus laberintos de ficciones. Es una deuda pendiente, como tantas otras. Destaco también esa fina ironía que muchas veces me ha sonreir y otras me ha hecho pensar. Si al leer la nota y los comentarios, tan solo una persona se siente interesada en leer a Borges o a quien sea, el propósito de este blog habrá quedado justificado. Todos tenemos algo que aprender de los demás así que todo comentario es siempre bienvenido.
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