17 de mayo de 2011

El cuento de los martes



(UNA CUESTION DE SUERTE) Vladimir Nabokov)

Era camarero en el vagón restaurante internacional de un expreso alemán. Se llamaba Aleksey Lvovich Luzhin. Había abandonado Rusia cinco años antes, en 1919, y desde entonces, a medida que se iba abriendo camino de una ciudad a otra, había probado un sinnúmero de oficios y ocupaciones: trabajó de bracero en Turquía, de mensajero en Viena, fue pintor de brocha gorda, empleado de comercio, y así sucesivamente.
Pero en estos momentos era un camarero que veía cómo a cada lado del vagón restaurante flotaban sin cesar los prados, las colinas cubiertas de brezo, las arboledas de pino, y el consomé humeaba y chapoteaba dentro de las gruesas tazas que él transportaba en la bandeja con agilidad a lo largo del angosto pasillo que separaba las mesas dispuestas junto a las ventanillas. Era un camarero que dominaba su oficio, y lo demostraba en la maestría con que servía los filetes de buey o de jamón que llevaba en la fuente, y los depositaba en los platos, mientras inclinaba sin tambalearse la cabeza con su cabello bien corto, su frente tensa y sus tupidas cejas negras.
El vagón llegaría a Berlín a las cinco en punto y a las siete volvería a iniciar la marcha en sentido contrario, en dirección a la frontera francesa. Luzhin vivía en una especie de sierra de acero: sólo tenía tiempo de deleitarse en sus recuerdos por la noche, en un agujero estrecho que olía a pescado y a calcetines sucios. Sus recuerdos más frecuentes eran de una casa en San Petersburgo, y de su despacho en aquella casa, con sus muebles tapizados en cuero y sus botones insertos entre las curvas y también de su mujer Lena, de quien no había tenido noticias en cinco años. En estos momentos sentía que estaba desperdiciando su vida. Su excesiva familiaridad con la cocaína le había destrozado la mente; las pequeñas llagas del interior de su nariz le empezaban a comer el tabique nasal.
Cuando reía, sus dientes relampagueaban en un estallido blanco, y gracias a esta sonrisa de marfil ruso se había granjeado las simpatías de los otros dos camareros, Hugo, un berlinés rubio y fuerte, encargado de cobrar las comidas, y el pelirrojo Max, de nariz afilada y aspecto de zorro, cuyo cometido era llevar el café y la cerveza a los distintos compartimientos. En los últimos tiempos, sin embargo, Luzhin sonreía menos.
En las horas de recreo cuando las olas cristalinas de la droga estallaban contra él, penetrando sus pensamientos con su resplandor y transformando la menudencia más mínima en un milagro etéreo, anotaba con esfuerzo en una hoja de papel las distintas medidas que pensaba tomar para averiguar el paradero de su mujer. Mientras emborronaba las cuartillas con todas esas sensaciones todavía felizmente vivas, sus anotaciones le parecían sobremanera importantes y también correctas. Por la mañana, sin embargo, cuando la cabeza le estallaba y la camisa se le ceñía pegajosa al cuerpo, miraba con expresión de asco y aburrimiento sus notas confusas y su letra irregular.
Recientemente, sin embargo, una nueva idea había venido a ocupar sus pensamientos. Empezó a elaborar con diligencia un plan para su muerte; dibujaba una especie de gráfico en el que indicaba los altos y bajos de su sentido del miedo; y por fin, como para simplificar las cosas, se ponía una fecha fija, la noche entre el primer y el segundo día de agosto. Lo que le interesaba no era tanto la muerte misma sino todos los detalles que la precedían, y se metía tanto en los detalles que la muerte misma se le olvidaba. Pero en cuanto volvía a estar sobrio, la escena pintoresca de tal o cual método de autodestrucción palidecía, y sólo una cosa permanecía clara: su vida había ido consumiéndose en la nada y no tenía sentido continuar con ella.
El primer día de agosto siguió su curso. A las seis y media de la tarde, en el gran bufé mal iluminado de la estación de Berlín, la anciana princesa María Ukhtomski estaba sentada en una mesa vacía: una mujer gorda, vestida completamente de negro, con el rostro cetrino como el de un eunuco. Los contrapesos de bronce de las arañas resplandecían bajo el alto techo empañado. De cuando en cuando alguien movía una silla y el sonido hueco reverberaba en el espacio.
La princesa Ukhtomski lanzó una mirada severa a la manecilla dorada del reloj de pared. La manecilla dio un paso adelante. Un minuto más tarde volvió a estremecerse. La anciana dama se levantó, tomó su sac de voyage de brillante cuero negro, y se arrastró hasta la salida, apoyada en su bastón masculino con su gran pomo de madera.
Un mozo la estaba esperando en la puerta. El tren entraba de espaldas a la estación. Uno tras otro, los lúgubres coches alemanes color de hierro pasaron ante su vista. La teca parda y ya vieja de un coche-cama mostraba bajo la ventana central una señal donde se leía BERLÍN-PARÍS; el coche internacional, así como el vagón restaurante con su madera de teca, en una de cuyas ventanillas se distinguían los codos y la cabeza del camarero de pelo color de zanahoria, eran lo único que recordaba al elegante y severo Nord-Express de antes de la guerra.
El tren se detuvo con un chasquido metálico de los parachoques, y un silbido largo de los frenos.



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1 comentario:

Noemi dijo...

muy bueno, gracias...................