José Trepat
Un día cualquiera para la gente de campo comienza cuando el sol todavía no ha comenzado a desputar en el horizonte, y antes de que el gallo se anuncie con su primer y puntual canto. La chacra de Arrecifes, dónde pasé mi niñez y comienzo de la adolescencia, no era la excepción, y así lo asumíamos mi primo Quito y yo porque no nos quedaba otro remedio, para qué lo vamos a negar.
En esas primeras horas del día la rutina era siempre la misma, sin importar que fuese domingo o el Día de la Bandera. Este día cualquiera corresponde al verano, época de vacaciones escolares. Los libros y cuadernos ya estaban bien guardados y no serían tocados hasta el comienzo de otro período lectivo, en marzo. Pero el campo no sabe de vacaciones y exige una atención permanente para que brinde sus frutos como corresponde.
Después de recibir las muestras de alegría de los seis perros que nos esperaban todas las mañanas para saltarnos encima y expresarnos su cariño con lenguetazos y carreras cortas alrededos nuestro, nos encaminamos a nuestra primer tarea: ir al medio del campo a pie hasta donde se encontraba el rebaño de vacas y llevarlas al corral con ayuda de los perros.
En realidad, los animales también conocían la rutina diaria, así que sin mucho trabajo nuestro se encaminaban en fila india hacia el lugar de destino. ¿Para qué hacíamos eso? Para separar a solo una de ellas, la que iba a ser ordeñada. Sola no hubiese ido al corral pero junto con el rebaño la cosa cambia.
Ya la conocíamos, pero era muy fácil identificarla por ser la única con las ubres repletas de leche que bamboleaba entre las patas. El ternero que debía aliviarla de esa carga había sido encerrado la noche anterior, con el propósito obvio de que no pudiera mamar.
Después del ordeñe, igual podía darse un festín con la leche que le quedaba a su madre. Mi tia Antonia era la encargada de llenar el cubo o balde, lo cual hacía de manera experta exprimiendo los largos pezones del animal, al que -aunque manso- se le ataban las patas traseras con una correa, inmovilizandole también la cola. Esto era necesario porque en un momento dado la vaca podía dar una patada y volcar el balde y con la cola a veces golpeaba el rostro del ordeñador en su afán por espantar las moscas.
Una vez concluído el ordeñe venía otro ritual. Hundíamos un tazón de lata en el balde rebosante de espumosa leche tibia y nos la bebíamos entera. Creo que no se conocía todavía el proceso de pasteurización y decían que había que hervir la leche antes de beberla, por todos eso de las bacterias y demás. Debía ser así, pero no supe de nadie que hubiese enfermado por tomar esa leche recién ordeñada. Habrá sido cuestión de suerte.
Ahora venía la siguiente misión: volver al campo pero esta vez para traer a todos los caballos percherones y elegir a los nueve que ataríamos al arado de cuatro rejas pues ese día había que comenzar a arar el campo en el que pocos dias atrás se había completado la cosecha de trigo. Siempre en estos casos había que esperar que la lluvia ablandase un poco la tierra. Eso había ocurrido y el arado iba a entrar en acción.
Un día cualquiera para la gente de campo comienza cuando el sol todavía no ha comenzado a desputar en el horizonte, y antes de que el gallo se anuncie con su primer y puntual canto. La chacra de Arrecifes, dónde pasé mi niñez y comienzo de la adolescencia, no era la excepción, y así lo asumíamos mi primo Quito y yo porque no nos quedaba otro remedio, para qué lo vamos a negar.
En esas primeras horas del día la rutina era siempre la misma, sin importar que fuese domingo o el Día de la Bandera. Este día cualquiera corresponde al verano, época de vacaciones escolares. Los libros y cuadernos ya estaban bien guardados y no serían tocados hasta el comienzo de otro período lectivo, en marzo. Pero el campo no sabe de vacaciones y exige una atención permanente para que brinde sus frutos como corresponde.
Después de recibir las muestras de alegría de los seis perros que nos esperaban todas las mañanas para saltarnos encima y expresarnos su cariño con lenguetazos y carreras cortas alrededos nuestro, nos encaminamos a nuestra primer tarea: ir al medio del campo a pie hasta donde se encontraba el rebaño de vacas y llevarlas al corral con ayuda de los perros.
En realidad, los animales también conocían la rutina diaria, así que sin mucho trabajo nuestro se encaminaban en fila india hacia el lugar de destino. ¿Para qué hacíamos eso? Para separar a solo una de ellas, la que iba a ser ordeñada. Sola no hubiese ido al corral pero junto con el rebaño la cosa cambia.
Ya la conocíamos, pero era muy fácil identificarla por ser la única con las ubres repletas de leche que bamboleaba entre las patas. El ternero que debía aliviarla de esa carga había sido encerrado la noche anterior, con el propósito obvio de que no pudiera mamar.
Después del ordeñe, igual podía darse un festín con la leche que le quedaba a su madre. Mi tia Antonia era la encargada de llenar el cubo o balde, lo cual hacía de manera experta exprimiendo los largos pezones del animal, al que -aunque manso- se le ataban las patas traseras con una correa, inmovilizandole también la cola. Esto era necesario porque en un momento dado la vaca podía dar una patada y volcar el balde y con la cola a veces golpeaba el rostro del ordeñador en su afán por espantar las moscas.
Una vez concluído el ordeñe venía otro ritual. Hundíamos un tazón de lata en el balde rebosante de espumosa leche tibia y nos la bebíamos entera. Creo que no se conocía todavía el proceso de pasteurización y decían que había que hervir la leche antes de beberla, por todos eso de las bacterias y demás. Debía ser así, pero no supe de nadie que hubiese enfermado por tomar esa leche recién ordeñada. Habrá sido cuestión de suerte.
Ahora venía la siguiente misión: volver al campo pero esta vez para traer a todos los caballos percherones y elegir a los nueve que ataríamos al arado de cuatro rejas pues ese día había que comenzar a arar el campo en el que pocos dias atrás se había completado la cosecha de trigo. Siempre en estos casos había que esperar que la lluvia ablandase un poco la tierra. Eso había ocurrido y el arado iba a entrar en acción.
Los nobles percherones, mansos e increiblemente fuertes se prestaban docilmente a que se les colocaran los arneses y fueran ubicados en tres filas de tres para comenzar su esforzada labor diaria, que iba a ser de seis horas y siempre a la mañana pues a partir del medio día el tremendo calor haría la tarea imposible.
Más adelante en el tiempo llegarían los tractores y los nobles brutos tendrían un merecido descanso. Mientras mi primo daba comienzo al arado del campo, mi tía estaba dedicada a preparar el desayuno que a eso de las ocho yo llevaría a Quito al campo para alli ambos dar debida cuenta de lo que había en el paquete hecho con una servilleta atada por las cuatro esquinas.
El desayuno no era variado pero sí muy abundante: dos tortillas de cuatro huevos cada una, un chorizo de cerdo y café con leche en una botella de vidrio de litro y medio. No recuerdo desayunos mejores ni aún en hoteles de cinco estrellas.
Terminado el desayuno, mi primo volvía a su tarea y yo, devueltos los utensillos, iba a lo que me tenía reservado el día: sacar a los cerdos (chanchos) del chiquero y llevarlos a campo abierto para que pastaran y se movieran un poco. Aquí la ayuda de los perros era esencial ya que los marranos tienden a dispersarse, así que a la voz de mando, los perros salían lanzados en busca del pobre descarriado y clavaban los dientes en las grandes orejas del cerdo provocandole chillidos muy agudos. Seguramente lo pensaría dos veces antes de separarse otra vez del grupo.
En esa tarea de cuidar chanchos llevaba siempre conmigo un ejemplar de la revista Selecciones del Reader's Digest y allí sin duda comenzó mi afición por la lectura. Me creía todo lo que leía: que los norteamericanos eran muy buenos y los rusos comunistas muy muy malos.
Con el tiempo supe separar la paja del trigo, claro está. Al mediodía los chanchos al chiquero y el trabajo de arado suficiente por ese día. Los caballos eran despojados de sus arneses y parecían agradecer los baldes de agua que les tirábamos sobre el lomo para quitarles el sudor del cuerpo.
Algunos recibían un premio extra: una espiga de maíz que tomaban delicadamente de mi mano con sus enormes belfos. Que animales tan nobles y mansos a pesar de su tamaño y tremenda fuerza.
Durante la mañana mi tio Francisco había estado trabajando en su quinta o parcela de verduras de donde salían productos de una calidad increible y en cantidades astronómicas.
Mi tía ya había preparado el almuerzo que ese día consistía en una gran fuente papas y chauchas (patatas y judias verdes en España), una docena de huevos fritos, y medio pollo para cada uno. La bebida: agua helada recien sacada de las napas subterráneas.
De postre, sandía, granadas, higos, melocotones y otras frutas de las que había en abundancia. Las personas mayores iban a dormir la siesta y mi primo y yo nos íbamos a la sombra de algún árbol para jugar a las bolitas (canicas)o cualquier cosa que tuviésemos a mano.
En días de calor -que eran casi todos- nos dabamos también un chapuzón en el tanque australiano que almacenaba el agua para el regadío de la quinta y los bebederos de los animales. Después de la siesta, la merienda. Otra vez grandes tazones de leche con café y pan con aceite y tomate acompañado de gruesas lonchas de jamón.
En lo que quedaba de la tarde nuestra tarea de ese día era recoger en una carretilla toda la fruta caida de los árboles, especialmente peras, duraznos y ciruelas. La apetitosa carga era llevada al chiquero y allí los marranos se daban el gran festín. Como más podrida estuviese mejor. La tarde iba declinando y antes de que se ocultara el sol, de vuelta al campo a buscar todo el rebaño vacuno. Esta vez era para apartar al ternero que sería encerrado para que las ubres de la madre se hincharan de leche que a la mañana siguiente volvería a llenar el balde.
Luego de un baño para quitar toda la tierra que la transpiración había adherido al cuerpo, a cenar, esta vez una tortilla de papas y churrasco, todo el que se pudiera tragar, porque lo que sobraba iba a los perros.
Después de la cena nos sentábamos un rato al aire libre en medio de un silencio alterado solo por el croar de ranas y sapos, y el ruido característico que emitían los grillos. Sobre nuestras cabezas, un cielo completamente negro salpicado de millones de estrellas. Era la via láctea que podía verse con total nitidez. La naturaleza en toda su magnificencia.
Habían dado las diez cuando ya todos estábamos en la cama para un sueño interrumpido a veces por el ladrido lejano de algún perro. Así era un día cualquiera en el campo argentino. Los que han vivido siempre en ciudades no lo echan en falta porque no lo han conocido.
*
2 comentarios:
Como siempre, la pintura de estas vivencias me traen añoranzas. Mis hermanos y yo sólo pasábamos en el campo de mis abuelos cortas temporadas, para visitarlos a ellos, a mis tíos y primos. Recuerdo bien lo de arriar las vacas y el ordeñe, y los tazones de leche recién ordeñada!
Hola Marta. Leyendo tu comentario encontré la palabra que buscaba al escribir la nota: arrear las vacas (se te trabucó la I seguro). la voy a tener en cuenta.
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